Médicos
Educación y sanidad. Estos dos amplios y esenciales conceptos son los pedruscos de toque del Gobierno y los callosos talones de Aquiles del Estado. La formación de los ciudadanos y el cuidado de su salud son asuntos de máxima responsabilidad pública y una sociedad civil se constituye como tal para hacer con su unión la fuerza necesaria que proteja a sus miembros de dos grandes enemigos: la ignorancia y la enfermedad. Todo esto vale para una sociedad inscrita en lo que conocemos como el mundo desarrollado, al que supuesta y afortunadamente pertenece este país, y dejando a un lado, aunque en definitiva estén íntimamente relacionadas, las cuestiones de trabajo, vivienda, inmigración y tantos otros derechos civiles deficientes en nuestro entorno, descuidados por nuestro sistema.
En lo que a la educación respecta, es un hecho que lo que llamamos España tiene pendiente una deuda cultural con sus ciudadanos: la reforma educativa real iniciada por la República e inspirada por los presupuestos de la Institución Libre de Enseñanza. Aparte del horror de los muertos y de la anulación de las libertades públicas y políticas, las consecuencias del terrorismo histórico que constituyó eso que la ministra de Educación, Pilar del Castillo, define (en alusión a la subvención millonaria que recibe de su Gobierno la Fundación Francisco Franco) como "una perspectiva del Alzamiento Nacional", fueron, entre muchas otras, un crimen cultural cuyas secuelas aún arrastramos. No es de la Ley de Calidad de lo que pretendo hablar, pues hablan por sí solas las cifras de alumnos y profesores que han salido a la calle contra ella. Quiero referirme a la sanidad y a los médicos, si se me permite que para ello use un ejemplo reciente de mi propia experiencia.
Me rompo el brazo derecho en un aeropuerto nacional. Me conducen a sus servicios sanitarios. El médico de guardia está sentado a una mesa, hojeando el ¡Hola! Apenas levanta los ojos de la revista, mientras me atiende una persona que, deduzco, es una enfermera. Me dirijo a duras penas al médico para preguntarle si considera oportuno que viaje hasta Madrid en esas condiciones, lo que es mi deseo, pues el trayecto es corto y prefiero tratarme cerca de casa. Se levanta, al fin, y, displicente y casi sin mirarme, ordena a la enfermera: "Pínchela". Si no hubiera estado dolorida y asustada, le habría puesto una denuncia en el propio aeropuerto, pero él aprovecha mi inferioridad de condiciones del momento para regresar al ¡Hola!, y yo vuelvo a Madrid. Me encamino directamente a urgencias del hospital Clínico, donde han recibido a los heridos graves en un accidente de tráfico, así que espero con paciencia durante tres horas, comprendiendo su prioridad. No obstante, me pregunto por qué un país que, según el presidente del Gobierno, tiene sus arcas públicas saneadas no dispone de suficiente personal sanitario. Cuando me atienden, y tras ser objeto de un trato lamentable al que sólo faltaba que me echaran la bronca por haberme roto un brazo, me dan cita para una semana después. Me recetan paracetamol para el dolor, que al día siguiente se vuelve muy intenso. Una amiga del sector médico, asombrada por una prescripción tan suave para los efectos de una fractura, me recomienda un analgésico mucho más fuerte; es decir, que, si no conoces a nadie, te pasas tres días rabiando de dolor.
A la semana, me ve otro traumatólogo del mismo hospital, quien me indica acciones contrarias a las del traumatólogo de urgencias y me remite a su vez al traumatólogo de zona correspondiente, al que visito una semana después. Voy al de zona, y ya van tres. Mientras atiende a otra paciente en una sala contigua, me mira el brazo por encima, dice que está bien y que vuelva en otra semana. La consulta ha durado 60 segundos. Vuelvo a la semana. El traumatólogo apenas me mira, pero me dice que la muñeca está perfecta. "Es que no es la muñeca", me veo obligada a aclararle, "sino el codo". "Ah, pues está perfecto", se ve, al parecer, obligado a replicarme. Intento, sin embargo, explicarle algunos detalles sobre mis molestias y mis dificultades de posición y movimiento del brazo, pero él ya se levanta despidiéndose y se va de nuevo a la sala de al lado.
No conforme, le espero. Pero él ha desaparecido por la otra puerta. La consulta ha durado 45 segundos. Ésta es nuestra sanidad. Y eso que mi caso no revestía gravedad.
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