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Columna
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A golpe de maletín

Puede que acabe siendo la noticia periodística del año en Valencia: un concejal de Cullera, Ximo Bosch, líder de APC, una agrupación de electores, denuncia que muchos ediles del municipio han sido sobornados por promotores urbanísticos. Y él mismo, como declara al diario Levante, ha sido tentado con 'cifras de 50 millones de pesetas'. No señala a nadie con sus nombres y apellidos o razón mercantil, pero su experiencia como miembro del consistorio durante once años le acredita para afirmar que ciertas cosas que han ocurrido en el municipio sólo se explican desde esa óptica y que 'la corrupción está muy establecida en nuestra organización social'. Dicho esto, el denunciante se ha cortado la coleta política y se dedicará a la judicatura, donde le deseamos el mismo arrojo.

La novedad de esta revelación, como el lector habrá intuido, consiste en que ha sido hecha por una persona responsable y con el propósito de que fuese divulgada. Lo habitual y frecuente es que estas confesiones se efectúen a media voz, aún cuando se refieran a episodios con visos escandalosos como son no pocos de los que propician las relaciones entre la Administración y sus proveedores, con mención especial para la adjudicación de obra pública y de la promoción urbanística. En estos capítulos, casi todas las arbitrariedades se saben o se sospechan. Otra cosa es que se puedan probar. Entre otras razones, porque incluso las empresas o individuos licitantes se doblegan a la ley del silencio en espera de que se les ofrezca la oportunidad de participar en el rondó de las corruptelas.

Cierto es que no sería justo meter a todo el mundo en el mismo saco punible. Munícipes honrados son la mayoría y hasta es posible que algunas compañías proveedoras o constructoras se nieguen a quebrar voluntades a golpe de maletín. Pero no menos verdad resulta que la complicidad de hecho o exceso de prudencia de unos y otros, sin soslayar las dificultades probatorias para quienes quisieran tirar de la manta, es lo que ampara el pestazo de corrupción que se percibe y el espectáculo, en ocasiones risible, de las fortunas súbitamente emergidas. ¿Quién no podría señalar en el entorno valenciano un par o más de alcaldes y regidores cuyo nivel de vida se ha beneficiado de cambios prodigiosos al tiempo que determinadas firmas urbanizadoras engordaban su cuenta de explotación?

Pero lo más grave de este saqueo, con serlo mucho, no es su frecuencia y volumen, sino la displicencia o resignación con que es socialmente acogido, como si de una fatalidad se tratase. Los hay que ni siquiera ven en ello nada singularmente reprobable, siempre y cuando el fenómeno no se desmadre, aunque no se especifica el límite de la corrupción tolerable. Si la hay, y a espuertas, en países de mayor tradición democrática, ¿cómo impedirla aquí? Si el lúcido y galardonado Hans Magnus Enzenberger nos describe las trapacerías de los partidos políticos alemanes, ¿cómo erradicar la picaresca por estos lares, siendo así que la clase política, y particularmente la encuadrada en las siglas hegemónicas, no es la más interesada en afrontar el problema? De poco sirven las denuncias que glosamos, pero ese poco se agradece, aunque sea para ratificarnos la cochina evidencia.

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