Una úlcera acabó con Napoleón
Nuevas investigaciones descartan que el emperador fuera envenenado
Por fin el emperador descansará tranquilo. En 1961, el estomatólogo sueco Sten Forshfvud lanzaba la hipótesis de que Napoleón había muerto envenenado por arsénico. Enseguida se sumaron otras voces a la tesis, sin duda más novelescas que la de una complicación cancerosa de una úlcera gástrica. Ahora otros científicos creen poder desmentir la idea del asesinato o suicidio por arsénico a partir de análisis más precisos y sobre todo de mejores razonamientos.
Como el emperador había sido objeto de culto para sus seguidores y sus enemigos temían siempre que resucitase y ocupara de nuevo el trono, el cadáver de Napoleón I fue objeto tras su fallecimiento, el 5 de mayo de 1821 en el islote de Santa Helena, de una autopsia multitudinaria efectuada por seis médicos británicos y el doctor Antonmmarchi, el de cabecera y personal del emperador. Ninguno de ellos era forense, y las notas médicolegales sólo permiten comprender la existencia de una úlcera gástrica.
La utilización de arsénico para proteger el cabello era moneda corriente en el siglo XIX
Pero los cabellos del emperador hablan de otra cosa. Analizados en el centro nuclear de Harwell (Gran Bretaña), en los laboratorios del FBI, en la escuela politécnica de Lausana, en el Synchrotrón de Grenoble y ahora en el de Orsa (en las afueras de la capital francesa), siempre han revelado una presencia exagerada de arsénico, de 15 y 100 partes de arsénico por millón, cuando lo normal es que esa tasa oscile entre 0,8 y tres partes.
Lo insólito es que los cabellos del ilustre difunto le fueron arrebatados a su testa imperial en tres oportunidades: en 1805, en 1814 y en 1821, ya muerto. En los tres casos la tasa de arsénico es mortal. 'Si en 1805 su intoxicación por arsénico era tan alta, nunca hubiera llegado vivo a 1814 o 1821', dice el doctor Pierre Chevallier, del Synchrotron de Orsay.
En su día, el millonario canadiense Ben Weider, presidente de la Sociedad Napoleónica Internacional, asumió con entusiasmo la idea del envenenamiento y se convirtió en su principal propagador. Varios historiadores interesados en defender la imagen de un compló británico o de una conspiración monárquica y antirrevolucionaria también se han hecho eco del rumor con visos científicos que culpa de todo al arsénico.
'Si hay la misma cantidad de arsénico en los cabellos de las distintas épocas, que no estamos seguros que pertenezcan siempre al emperador como creían los que los guardaban como reliquias, eso se debe a una contaminación exterior'. Chevallier y los suyos han impregnado de arsénico mechas de su propio cabello, las han lavado varias veces y siempre el rastro de arsénico ha seguido siendo muy alto. 'La utilización de arsénico para proteger el cabello era corriente en el siglo XIX, y es la hipótesis que explica de manera más plausible la presencia del veneno'. Otras voces quieren tener en cuenta el arsénico que desprende una calefacción con estufas de hierro fundido al quemar madera -al parecer, el emperador era friolero-; otras se refieren a los productos utilizados para encolar el papel pintado en las húmedas paredes de la residencia, y otras recuerdan que la isla estaba llena de ratas y que el arsénico sirve para acabar con los temibles roedores.
'No consta que Napoleón presentase síntomas de queratinización de los pies o de melanodermia, dos consecuencias inevitables de ese tipo de envenenamiento', dicen los médicos menos dados a las explicaciones policiales.
Para Jean Tulard, incansable glosador de Napoleón y catedrático de la Sorbona, lo que hay que preguntarse es a quién le hubiera aprovechado el crimen? 'Napoleón ya no era entonces una amenaza para los británicos ni para la monarquía francesa'. Algunos avanzan que los restos que ocupan la tumba en los Inválidos no son los del conquistador de Europa. Una película británica reciente, The emperor's new clothes, tomaba al pie de la letra esa opción y hacía que Napoleón desembarcase de nuevo en Francia mientras un sosias le reemplazaba en Santa Helena.
El problema para Bonaparte era que, al llegar a París, nadie le reconocía y comprendía al fin que, de insistir demasiado en que respetasen su identidad, corría el peligro de acabar como esas decenas de desgraciados que llenaban el manicomio de la capital asegurando que ellos y sólo ellos eran el auténtico Napoleón.
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