La ley y la edad
Se cuenta que un sociólogo que llevaba a cabo una encuesta epidemiológica en un pequeño pueblo le preguntó a un señor de aspecto culto que caminaba pensativo por la calle lo siguiente: '¿Cuál cree usted que es la tasa de mortalidad en esta zona?'. Después de reflexionar unos segundos, el hombre exclamó con seguridad: '¡Un muerto por persona!'. Es verdad que por cada nacimiento hay una muerte. Y me temo que esta correlación no cambiará mientras la milenaria fuerza de selección natural siga eligiendo genes que prefieren una existencia intensa y prolífica a una existencia interminable. Lo que sí ha cambiado espectacularmente en menos de un siglo es la esperanza de vida, los años que nos quedan por vivir a los humanos a partir de un momento dado y las condiciones materiales y sociales que contribuyen a hacer nuestra vida más gratificante. En consecuencia, nunca hemos vivido tanto, tan saludable y democráticamente como ahora.
Ante esta realidad, resulta chocante cuando en países avanzados todavía se hacen leyes que incapacitan automáticamente a los hombres y las mujeres mayores de 65 ó 70 años para ejercer alguna función ejecutiva o académica, o realizar algún trabajo administrativo o manual, sin considerar en absoluto su capacidad o aptitud para llevar a cabo la labor en cuestión. Tal es el caso de una reciente normativa española que prohíbe a los mayores de 70 años ser consejeros de ciertas instituciones financieras.
En mis años de trabajo en el campo de la psiquiatría y la salud pública neoyorquinas, he aprendido dos lecciones. La primera es que para disfrutar de una vida completa con significado, y evitar que la edad nos convierta en una caricatura de nuestro pasado, debemos mantener constantemente activas las habilidades del cuerpo y las facultades del alma. O, como escribió hace tres décadas Simone de Beauvoir, 'dedicarnos a personas, grupos, proyectos o causas; sumergirnos en el trabajo social, político, intelectual o artístico; desear pasiones intensas que nos impidan cerrarnos en nosotros mismos'. La segunda lección que he aprendido es que resulta muy difícil aplicar la primera lección sin antes vencer el desconocimiento, los prejuicios y los estereotipos adversos que sobre la edad existen tanto en la sociedad como dentro de nosotros mismos.
La exclusión del mundo laboral de personas simplemente por su edad ignora la realidad biológica, psicológica y social de la población. No tiene en cuenta el hecho de que como resultado de los avances de la medicina, del mejoramiento de la nutrición y la vivienda, del auge de la educación y del natural perfeccionamiento progresivo de los genes humanos, en muchas naciones, incluida España, cumplir 100 años en buen estado de salud ya no se considera noticia ni una gracia excepcional de la naturaleza o la divinidad. Precisamente, la longevidad de los españoles, que en la actualidad alcanza casi los 80 años de promedio, se encuentra entre las cinco más dilatadas del planeta.
La combinación de la alta esperanza de vida con el bajo índice de natalidad -las mujeres, conscientes de la estrecha relación que existe entre procreación y calidad de vida, tienen menos hijos que nunca- es la causa de que cada día los habitantes del mundo sean de mayor edad. En España, concretamente, el 17% de la población -unos 7 millones de personas- tiene más de 65 años, y la proporción de españoles que superan los 85 años aumenta a mayor velocidad que todos los demás grupos.
Legislaciones que marginan a personas por la fecha de su nacimiento también olvidan que en los países de Occidente, el 80% de la población mayor de 70 años goza de buenas condiciones físicas y mentales, y lleva una vida activa y autosuficiente. Es de sobra sabido que hoy en día padecemos menos enfermedades crónicas, como tensión alta, artritis o enfisema. Quizá la excepción sean ciertas dolencias cerebrales tardías, como la demencia de Alzheimer, que ahora se diagnostican con mayor facilidad. Con todo, no más del 18% de las personas entre 80 y 100 años las sufren. Además, los adelantos en genética e inmunología, y el descubrimiento de la capacidad reproductiva de las neuronas en adultos, dan esperanza a la posibilidad de encontrar un día no muy lejano la forma de prevenir o curar estos males debilitantes tan temidos.
Un elemento peligroso de estas leyes es que implícitamente desestiman la acumulación de experiencia, madurez, prudencia y ecuanimidad que se va sedimentando en las personas con los años. En contraste con las grandes civilizaciones que han celebrado el saber de sus mayores, las sociedades que sancionan la edad equiparan erróneamente el paso del tiempo con el deterioro de las cualidades humanas más valiosas. De cierta manera, alimentan las connotaciones negativas y despiadadas del proceso natural de envejecimiento tan abundantes en nuestra cultura, como 'lo viejo es feo, no sirve, se tira'.
Los preceptos que relegan a los mayores a la inactividad laboral son retrógrados, van contra corriente. Se pasan por alto el consenso que existe entre los expertos de que la prolongación saludable de la vida ofrece la oportunidad de transformar la jubilación de una imposición legal en una opción personal. Desde el punto de vista psicológico, el retiro forzoso a menudo es contraproducente. Provoca sentimientos de ansiedad, de tristeza y de rechazo, sobre todo en quienes el empleo representó una fuente de gratificación personal y reconocimiento social. No pocos hombres y mujeres afirman que su ocupación no es sólo el medio para conseguir el sustento cotidiano, sino además una actividad que añade ilusión, incentivo y peso a sus vidas. La extensión voluntaria de los años laborales es algo que, aparte de tener sentido psicológico, proporciona beneficios económicos a la sociedad, al frenar el gasto en pensiones, como demuestran informes recientes de Naciones Unidas y de la Organización para el Desarrollo y la Cooperación Económica.
Para mí, el aspecto más nefasto de este tipo de preceptos que discriminan a las personas por su edad es que, en el fondo, no se diferencian mucho de aquellos estatutos injustos y crueles que segregan a individuos por su raza, por su sexo o por sus creencias religiosas. Su claro significado de menosprecio hacia un colectivo humano concreto no tarda en convertirse en un mensaje desesperanzador para todos, envenena la convivencia y sirve para justificar actitudes intolerantes, excluyentes y mezquinas hacia nuestros compañeros de vida por 'diferentes'.
A estas alturas del siglo XXI recién estrenado, una vida larga, saludable y productiva ya no es el privilegio de unos pocos, sino el destino de la mayoría. Nuestro desafío es aceptar, con firmeza y convicción plenas, la dignidad de todas las etapas de la vida humana. En especial, aquellas etapas que todavía están marcadas por el estigma deshumanizante de la edad.
Luis Rojas Marcos es psiquiatra y ex presidente del Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de Nueva York.
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