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Columna
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Más Andalucía romana

Siempre lo supimos. Los alcalareños, de Alcalá de Guadaíra, siempre tuvimos una extraña convicción, apenas alumbrada por leyendas y rumores de familia. Como si un río subterráneo de verdades históricas nos vinculara, casi nos atara, a la capital, hasta un extremo que más pareciera lo contrario, que era Sevilla la que, desde tiempos remotos, había subsistido gracias a muy diversas aportaciones de nuestro pueblo. En la posguerra, esa sospecha antigua se hizo certidumbre, pues que los panaderos de la vieja Hienipa, viajando cada día muy de mañana a nutrir a una población diezmada por la carestía y la desesperanza, hicieron posible la mera subsistencia de los capitalinos. La mayoría de aquellos ansiados proveedores se desplazaban en un tren de carbonilla que se haría famoso, articulado según los tres principios de aquel universo: hombres soñolientos, mulos en sopor y angarillas repletas del más crujiente tesoro: el pan de Alcalá. Un pan en otro tiempo amasado con la harina que salía de los molinos del Guadaíra, primero romanos, luego almohades, y siempre con el agua fina de unos manantiales recónditos. Además, claro, de la astucia de los estraperlistas para burlar la vigilancia del Régimen en los controles de la materia prima. Así es como se hicieron muchas fortunas en los años 40, y se malograron otras, las de aquellos más honrados que no quisieron participar en el mercado del hambre. Entre éstos estuvo mi padre.

Ahora resulta que aquel río secreto de verdades históricas no era metáfora, sino realidad. Un grupo de espeleólogos acaba de certificar que, a siete metros de profundidad, discurre un acueducto subterráneo de 12 kilómetros, construido en el siglo II para mandar a Híspalis aquel agua fina de Alcalá. Excavado y revestido con un buen mortero, salía a la superficie a la altura de Torreblanca, desde donde continuaba por otro acueducto de ladrillos, mal llamado Caños de Carmona. La tenacidad y la perfección de las obras públicas romanas no dejan de sorprendernos, y por sí solas se constituyen en evidencia de una cultura sólida. Ojalá de otras que vinieron detrás tuviéramos la misma certeza, ahora que tanto necesitamos creer en la convivencia entre ellas, para ejemplo de futuro. Pero desgraciadamente nuestra historia posterior a Roma es la de una trifulca casi permanente entre tres religiones insolubles. Persecuciones, expulsiones, exterminios. Creer otra cosa, incluso en mestizajes étnicos de los que no hay verdaderas pruebas, es una hermosa ilusión, pero ilusión al fin. Después de todo, por los rectos acueductos de la Andalucía romana se desemboca, mal que bien, en la Ilustración. Por los laberintos de las religiones no se desemboca sino en la guerra.

Alcalá tiene ahora un alcalde valeroso que se ha enfrentado a las demás administraciones, incluida la Junta, gobernada por su propio partido, llevándolas a los tribunales de Bruselas, por no defender adecuadamente la recuperación del Guadaíra, el río más romántico de Andalucía, convertido en cloaca por aceituneros desaprensivos. No se debe construir el futuro sobre ilusiones. Bastante tarea es ya hacerlo de forma ilustrada, con la razón, la verdad, el bien común.

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