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Vivir, sin ir más lejos

Manuel Cruz

Hace pocos meses planteaba, en un artículo publicado en estas mismas páginas (Nuevos tiempos, nuevas épicas, EL PAÍS, 28 de mayo de 2002), un asunto que se me aparecía en aquel momento como una curiosa paradoja; a saber, el hecho de que la constatación de ver incumplidas al llegar a la edad adulta las expectativas juveniles sólo provoque un sentimiento de fracaso personal en aquellos que defendían ideales de un cierto signo (enseguida se intentará aclarar lo indeterminado de la expresión), mientras que a quienes declaraban perseguir objetivos de distinta naturaleza ninguna decepción parece afectarles. Rebobinando acerca de las razones por las que se me había hecho tan patente la supuesta paradoja, di en recordar la lectura de un diálogo que mantuvieron, con ocasión del 25º aniversario de la muerte de Franco, destacados personajes de la vida pública española (un historiador, un político y un periodista, entre otros), gentes que se habían involucrado activamente bajo el franquismo en la lucha por la democracia. En un momento dado, uno de ellos constató algo que probablemente esté en el origen de la presente reflexión: observó en qué medida el curso de los acontecimientos posteriores no había dado la razón a ninguna de las distintas opciones políticas que participaron en aquel combate. Lo que terminó por ocurrir falseó en mayor o menor grado casi todas las predicciones y frustró la mayoría de las esperanzas. Sin embargo, ese desajuste entre lo anhelado y lo obtenido no parecía estar castigando a todos por un igual. No todos reaccionaban de la misma manera al echar la vista atrás y evocar la distancia que les separaba de aquellas épocas y de sus ideales.

Una primera hipótesis para explicar esta diferencia tal vez todavía permanezca, en alguna medida, presa de una manera de abordar el sentido del mundo como mínimo dudosa. Habría, según dicha manera, proyectos de primera y proyectos de segunda, ideales que efectivamente pretendían transformar la realidad (se hace difícil escribir hoy estas expresiones sin introducir una cierta distancia, siquiera sea gráfica) y otros que en el fondo, y más allá de retóricas, apostaban por su mantenimiento. La ventaja de semejante hipótesis es que, de una sola vez, parece poner en su lugar tanto a los proyectos como a sus defensores: explica a un tiempo la presumible bondad de las ideas y la acreditada flaqueza de los individuos. La lógica de la argumentación parece clara: ubicar el sentido de la propia vida en la esperanza de la realización de un objetivo que sabemos casi inalcanzable y al que nos sentimos vinculados merced a una experiencia juvenil tan remota como indeleble -tal y como suelen hacer los defensores de los ideales transformadores- constituye con demasiada frecuencia una estrategia para, simultáneamente, declararnos partidarios de lo mejor y justificar, decepción mediante, nuestra renuncia a seguir luchando por ello.

Del otro lado de la imaginaria frontera, se habrían ahorrado todo este vaivén quienes jamás se midieron con lo existente, o quienes defendían fervorosamente unos proyectos que, ahora ha quedado del todo probado, nada impugnaban. Residiría ahí, siguiendo con esta lectura, la clave para entender el plácido discurrir de sus biografías. Ellos no tienen un lugar imaginario al que regresar -o que añorar- porque nunca salieron realmente de donde están. No precisan reconciliarse con el mundo porque en ningún momento se sintieron extraños en él. Viven su pasado ciertamente de otra manera que los primeros que comentábamos, pero transitan también por una senda perdida, por un camino que no conduce a ninguna parte (aunque esto último habrá que dejarlo para otro artículo).

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Demasiado rotundo para ser verdad. Ni las ideas ni las personas (o los grupos generacionales) quedan adecuadamente pensados a través de este esquema, en exceso cohesionador y simplista. Hace unos años, Eduardo Haro Tecglen publicaba en las páginas de esta misma sección un artículo a mi entender extremadamente lúcido titulado Una generación bífida, en el que -sin explicitar, pudorosamente, la experiencia personal que subyacía a sus palabras- observaba cómo la mayor parte de quienes realmente llevaron hasta sus últimas consecuencias los principios y las consignas de las revueltas político-culturales de finales de los sesenta ya no están entre nosotros para contarlo precisamente por haber obrado de acuerdo con lo que proclamaban, mientras que quienes, más cautos y calculadores, se limitaban a mirar desde la barrera los excesos de sus compañeros de generación, luego, alzando precisamente las banderas de éstos, se quedaron con el santo y la limosna y, por añadidura, incluso obtuvieron (y mantuvieron durante bastante tiempo) el poder.

Ambigüedades y equívocos en cierto modo análogos podrían señalarse respecto al otro grupo, el de quienes supuestamente se alinean en un proyecto o modelo de sociedad que apuesta en lo básico por el mantenimiento de lo existente. Tampoco éstos conforman un grupo homogéneo y sin fisuras. Bastaría con señalar un dato: en sus filas podemos hoy encontrar -si bien desigualmente representados, eso es cierto- jóvenes cachorros del franquismo y demócratas moderados en la oposición durante la dictadura, sin excluir unos cuantos antiguos izquierdistas reconvertidos a nuevos idearios. Atribuir a este grupo una profunda cohesión interna basada en la voluntad compartida de perpetuar el estado de cosas existente (estado con el que, según los hermeneutas más duros, todos los miembros se sentirían comprometidos por ancestrales vínculos de clase) no deja de constituir una abusiva simplificación que parece ignorar casi por completo la realidad de los procesos por los cuales los individuos optan por determinadas concepciones del mundo o de la sociedad. Apenas con otras palabras: perseverar en la dicotomía entre quienes sí se atreven a defender ideales y valores, y quienes sólo utilizan la esfera de lo público como instrumento para alimentar sus intereses particulares, probablemente refuerce mucho la autoestima de quien la enuncia (porque, con toda seguridad, se da por incluido entre los primeros), pero sirve poco para comprender, y sobre todo intervenir en lo que ocurre.

No se trata de desentenderse del pasado, ni de proponer una política de la memoria inspirada en la figura de la tierra calcinada, sino de advertir de que las referencias a aquél -sobre todo las referencias cargadas de moralina histórica de quienes están persuadidos de haber cumplido en su juventud- no pueden sustituir el explícito enunciado de lo que se pretende, lo único que a fin de cuentas debiera importar. La referencia a lo que hubo es inesquivable, pero da de sí lo que da de sí (cada vez menos, conforme ese pasado se aleja). Frente al empeño en sustituir el proyecto por la evocación, en convertir las ilusiones juveniles en un superyó tutelar, acaso hubiera que reivindicar una forma mucho más liviana, pero también mucho más activa, de relacionarse con lo que fue. César Aira lo tiene dicho en esa preciosa y sugestiva obrita titulada Cumpleaños: 'De lo que se escribió un día hay que reivindicarse al siguiente, no volviendo atrás a corregir (es inútil), sino avanzando, dándole sentido a lo que no lo tenía a fuerza de avanzar'. Y concluye, viniendo a las mías: 'Parece magia, pero en realidad todo funciona así; vivir, sin ir más lejos'.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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