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Columna
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Revolución

En pocos años el folclore ha sustituido al arte en la caracterización de la cultura. Hoy, cuando hablamos de la cultura de un pueblo ya no pensamos en las grandes creaciones de sus artistas, sino en sus ritos y costumbres.

Todas las épocas han tenido una tradición culta y una tradición popular perfectamente delimitadas. Aunque se han influido mutuamente, nunca se han confundido. La primera ha constituido la cultura mientras que la segunda ha configurado el folclore. Fueron los artistas pop los primeros en borrar las fronteras entre una y otra. A partir de los 60 el cómic, la novela criminal, el jazz o el rock adquirieron el mismo rango que Homero, Rembrand, Cervantes o Beethoven; y a finales del siglo XX ya representaban mejor que los clásicos la cultura de nuestro tiempo. Mientras las Humanidades agonizaban, aparecía en los periódicos una sección cuyo nombre indicaba por dónde iban los tiros: 'Cultura' se convirtió en 'Cultura y Espectáculos'.

El arrinconamiento del saber clásico coincidió con la consideración de la moda, la gastronomía, la publicidad y otras disciplinas de las antiguas escuelas de artes y oficios como auténticas expresiones de la cultura. Esta inversión de valores llegó a su extremo con el pujante discurso de las minorías, que logró colar en una 'cultura' ya bastante dilatada los ritos y las costumbres de sus pueblos. Los departamentos de política cultural de medio mundo recibieron la propuesta con los brazos abiertos. Los nacionalistas, porque vieron enseguida la posibilidad de hacer patria; los de izquierdas, porque ansiaban destruir la dicotomía culto/popular creyendo que se trataba del último capítulo de la lucha de clases. Y entonces se produjo la catástrofe: la ablación del clítoris y los bailes regionales pasaron a formar parte de la 'tradición' y de la 'identidad cultural', términos que antes sólo se empleaban para referirse a Platón o a la poesía petrarquista. Corrían los años 80 y los socialistas tendían a subvencionar cualquier proyecto 'cultural'; daba igual un congreso internacional sobre Heiddeger que una exposición comarcal de abanicos, aunque naturalmente se prefería lo segundo.

Hoy, cuando leo que la Consejería de Cultura de la Junta se ha gastado 787.000 euros en ayudas a producciones audiovisuales y que ha destinado 386.000 a la edición de libros, pienso que en Andalucía se sigue confundiendo cultura y subvención cuando en realidad son términos opuestos; allí donde hay dinerito público rara vez nace algo de interés. La política cultural más honesta es la que renuncia a sus competencias en beneficio de la educación. El apoyo a la industria cinematográfica o a las editoriales debe venir desde la consejería de economía, y no mediante ayudas directas, sino con generosas exenciones fiscales a la creación y consumo de películas y libros. Y poco más. Si la Junta estuviera verdaderamente interesada en elevar nuestro nivel cultural, dinamitaría Canal Sur, eso lo primero. Y luego borraría del organigrama la consejería de cultura, para concentrar todos sus esfuerzos en mejorar la instrucción pública en las escuelas y en la universidad.

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