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COLUMNA
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Euforia socialista

A LOS VEINTE AÑOS de su esperanzador triunfo y cuando se aproximan los ocho de su desmoralizante derrota, los socialistas vuelven a sentirse eufóricos. Han dejado la celebración del histórico cambio a los mayores, que, además de recordar sus abundantes logros, han encontrado un filón en mirar más atrás, a los años de la dictadura y del exilio, mientras ellos se dedican a pergeñar el futuro. No está el actual equipo dirigente para mucha conmemoración: el pasado no les inquieta; sólo les motiva el porvenir.

El pasado: todavía no contamos con ninguna explicación coherente, elaborada por los propios protagonistas, de lo mucho ocurrido en España en ese capítulo que comienza a incluirse en los libros de historia bajo la denominación de la era socialista. Las memorias y conversaciones de algunos dirigentes son decepcionantes: de casi todo lo que cuentan estábamos ya al cabo de la calle; lo que importa es, claro está, lo que no cuentan.

Pero fue eso precisamente, lo que no cuentan, la causa de su derrota, saboreada como dulce en la primera ocasión, doblemente amarga en la segunda. Lo fue porque perdieron en mala lid, desangrados en sus querellas internas. Pero lo fue además porque tras una racha de crecimiento con redistribución, vinieron las vacas flacas y ellos dieron la impresión de haberse quedado sin ideas con que alimentarlas. Escindida y errática la dirección, agotadas las propuestas que los llevaron al Gobierno, lo que se había aventurado como un breve paréntesis se convirtió en una marcha por el desierto. Y lo que fue peor, sin que apareciera nadie capaz de reconducir la situación infundiendo moral en aquellos ánimos decaídos.

El nuevo equipo, surgido como por arte de birlibirloque, optó por mirar hacia atrás sin ira, pero también sin compasión; no fueron vindicativos, pero no se dejaron llevar por la nostalgia. Sencillamente, miraron hacia los mayores como quien se inclina sobre un libro de historia, agradecieron los servicios prestados y evitaron un debate sobre las causas de la derrota, se limitaron a desplazar a los derrotados; siguieron su canto llano, sin aventurarse en contrapuntos que, como Maese Pedro sabía, se suelen quebrar de sotiles.

Precisamente, es ese canto llano, sin bajos profundos ni agudos inalcanzables, lo que caracteriza el nuevo estilo tan celebrado de su jefe de fila. De Zapatero se podrá decir cualquier cosa menos que haya avanzado con prisas ni que haya retrocedido con estrépito en la tarea de hacerse con todo el cotarro. No es político de acelerón y marcha atrás, de despertar grandes expectativas y producir profundas decepciones, sino más bien de ir pasito a paso hacia un objetivo ahora más claro en lontananza y pronto al alcance de la mano: transmitir una impresión de sereno dominio mientras madura la fruta en el árbol.

¿Cómo lo ha conseguido? Pues jubilando a la anterior Ejecutiva y a todo lo que la rodeaba sin alharacas, pero sin contemplaciones; en este punto ha sido tan firme, aunque menos borde que sus mayores, que echaron a los viejos socialistas del exilio a puntapiés. Además, porque, a la vez que los jubilaba, no los discutía: habían escrito una página dorada de la historia del socialismo español, y punto; no sembró el camino de agravios, sólo de silenciosas retiradas. En fin, porque no empujó ni dio codazos para hacerse un sitio entre sus iguales, de modo que todo el mundo ha aceptado ese liderazgo tranquilo, demasiado reacio a zanjar cuestiones polémicas.

Así están las cosas a los 20 años del Lepanto y a los ya cerca de ocho del Trafalgar socialista: recompuestas las filas, su armada aparece de nuevo en orden de batalla, eufórica por la triunfal escaramuza de su jefe frente a un ministro balbuciente y un Gobierno perplejo. Sólo queda que, además de consolidar una jefatura, proponga también algunas ideas que remedien la sequía heredada de los suyos y la aridez sembrada por los contrarios, y, lo que sería el colmo, aclarara qué pretende hacer en tres o cuatro cuestiones fundamentales. Entonces, y si el PP no fuera capaz de salir del embrollo en que la renuncia desastrosamente administrada de su presidente le ha metido, tendríamos pronto un escenario donde, por el lado izquierdo, de pie, un personaje principal anuncia con aplomo un futuro, si no radiante, sí al menos despejado, mientras por la derecha, sentados en penumbra, cuatro segundones alrededor de una mesa camilla esperan la llegada de un crupier al que se le ha parado el reloj antes de repartir las cartas.

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