La ciudad de las ruinas
Ayer abrió sus puertas a la prensa otra ruina que la ciudad -una parte de ella, por lo menos- se empecina en conservar: el viejo Molino del Paral.lel. Como corresponde a su condición, esta ruina muestra un aspecto lamentable. Por fuera, el edificio mantiene todavía alguna dignidad. Aún sin girar, las cuatro aspas siguen ahí, abrazando la nada. El rótulo, de ingenua caligrafía escolar que bautiza el establecimiento, no ha perdido ninguna de sus letras y las lámparas que orlan las ventanas a lado y lado de la entrada mantienen sorprendentemente intactos sus globos déco. Pero el interior es toda otra historia. La herradura a la italiana -el golfo místico, así de pomposos son los transalpinos a la hora de nombrar esa forma- muestra un obsceno forjado de madera, sin falso techo que lo cubra. Las barandillas de los pisos han sido arrancadas de cuajo: quién sabe si acabaron sus días vendidas en un zoco de anticuario de algún país del ex bloque del Este. El techo, ahora se descubre, es de humilísima uralita. La platea, un páramo: si algo triste hay es una platea sin butacas. La boca de escena conserva sus estucos, pero sin el antiguo resplandor dorado. En lo alto figura de nuevo el nombre del local, ahora en caligrafía vagamente secesión vienesa rodeada por bombillas apagadas. Los antiguos propietarios dejaron en el fondo de escena un telón de lentejuelas, tan raído que ni siquiera debió de encontrar valor en los Encants. Las paredes lucen todavía el antiguo aviso: 'Terminantemente prohibido hacer fotos y filmar [sic] en vídeo'. El resto es silencio.
Otra ruina se resiste a desaparecer de la ciudad: El Molino. Ayer se mostró la desolación de su interior
Nunca me interesó ese local. No supe verle la gracia en los tiempos de Christa Leem, los setenta, que son los míos. Quizá la causa del rechazo deba buscarla aquella vez que, siendo todavía estudiante, me vi en el brete de acompañar a un grupo de semiólogos que habían recalado en Barcelona y que por la noche salían en busca de repertorio popular que llevar a sus análisis ('trabajo de campo', me parece que le llamaban). Una circunstancia así, estarán de acuerdo, desanima al noctámbulo más intrépido. Pero es que, además, siempre me ha causado pánico que alguien me saque a escena para hacer alguna gracia (cosa que, lo confieso, incluso me ha impedido disfrutar cumplidamente de los espectáculos de La Cubana). Si a ello se añade el cava dulzón -por entonces todavía champaña- que se suministraba sin contemplaciones en el establecimiento, se tendrá un cuadro argumental completo del rechazo.
Ahora un grupo promotor, de la mano del Liceo, estudia dar nueva vida a El Molino, tras una larga campaña de los vecinos reclamando que las aspas volvieran a girar algún día. Se trata de un local 'emblemático' de Barcelona, argumentan unos y otros. ¿Qué hacer? ¿Debe una ciudad preservar esa memoria enmohecida, a menudo miserable, o sería más higiénico proceder al derribo sin contemplaciones? ¿Qué memoria merece ser enaltecida y qué otra debe enfilar sin dilación el camino del cubo de la basura? En definitiva, ¿cómo medir el valor de los recuerdos?
La memoria colectiva, así le pese a Jung, no existe. Es por definición individual e intransferible. Lo que a unos emociona a los otros se la trae al pairo. Así pues, ¿las ciudades no tendrían alma? Ni idea. Existen desde luego modelos diversos, más o menos hipócritas, de aprovecharse del pasado. En Budapest, sin ir más lejos, han habilitado un parque público, a una quincena de kilómetros del centro, al que han ido a parar los colosales monumentos de la era marxista. En el Mediterráneo se prefiere el modelo pragmático: al puente de Venecia que une la laguna con la tierra firme le fueron retiradas púdicamente las fasces de las columnas, todavía visibles en sombreado, del mismo modo que el monumento de la Falange, en la avenida de Tarradellas cuando aún se llamaba Infanta Carlota, un buen día apareció sin el yugo y las flechas que lo remataban.
El Liceo se apresta a realizar un extraño jumelage con El Molino. La respetabilidad (supuesta) extiende su manto hasta la que otro tiempo fue el centro neurálgico de la vida canalla. ¿No es eso una forma impune de traicionar el pasado, de volverlo a escribir de forma complaciente bajo la rúbrica de lo emblemático? Posiblemente. Y, sin embargo, hay vecinos que pasan cada día por delante de las aspas quietas y no pueden dejar de menear la cabeza ante la visión de la ruina y el recuerdo de un antiguo esplendor, acaso más esplendoroso por efecto del propio recuerdo. Ayer mismo, varios de esos vecinos, viendo movimiento de cámaras en las proximidades, se acercaban hasta la puerta y trataban de otear cuanto se cocía en el interior. Un par de ellos llegaron hasta el portavoz de los promotores, Xavier Marcet, para recabar detalles. 'Se trata todavía de un anteproyecto, hay que estudiar si la iniciativa es económicamente sostenible', se escudaba él. Pero las ganas de saber no remitían y hasta es probable que los corros se alargaran durante todo el día.
Acaso esa expectación, esas ganas de participar, de sentir algo como propio sean la verdadera alma de la ciudad. Las ruinas provocan reacciones encontradas en los seres humanos, de eso no cabe ninguna duda.
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