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Columna
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Magín

CON RESONANCIAS de tres relatos de Balzac -La obra maestra desconocida, La búsqueda del absoluto y Sarrasine-, Federico Andahazi ha publicado una novela histórica, El secreto de los flamencos (Destino), donde se narra la rivalidad de dos consumados maestros del arte pictórico, cada uno de los cuales representa el saber de su respectiva escuela, Florencia y Flandes, pero cuya disputa no se ciñe a lo que circunstancialmente han sido capaces de realizar con sus propios medios, sino a la esotérica búsqueda de un mítico color en estado puro, la verdadera y definitiva quintaesencia de lo artístico. Con una entretenida trama, donde abundan los característicos misterios, intrigas, conspiraciones y crímenes, la historia arriba a su previsible final: quien llega a contemplar ese fabuloso arcano del color en sí, el absoluto cromático, la verdad del arte, resulta deslumbrado por la maravillosa revelación y se queda ciego.

En un breve cuento, El hombre que escribía libros en su magín, de Patricia Highsmith, inserto en una recopilación titulada A merced del viento (Austral), se relata la historia de un escritor en ciernes, a quien el fracaso de su primera novela escrita a los 23 años, que ningún editor quiso publicar, le impulsó a no redactar la siguiente hasta no tenerla por completo terminada en su mente, incluso en los menores detalles. Cuando esto, por fin, ocurrió, el atribulado escritor mental, llamado E. Taylor Cheever, descubrió que le resultaba insoportablemente aburrido ponerse a transcribir sobre el papel lo que con tanto afán había urdido en su imaginación, por lo que decidió que era para él mucho más estimulante iniciar su segunda novela mental. Llevando una plácida y regalada existencia burguesa, Cheever llegó a vivir lo suficiente como para haber producido una tan extensa obra literaria que, de haber sido impresa, habría ocupado un impresionante número de volúmenes. No es, pues, extraño que, estando a punto de morir, los apenados familiares de Cheever oyeran que éste balbucía, en su trance agónico, la descripción de lo que imaginaba habría de ser su solemne funeral y su posterior enterramiento en un ilustre panteón de hombres de letras famosos.

La moraleja de este par de relatos sobre la materialización de la obra artística perfecta, o, si se quiere, de la revelación del secreto del arte, concluye casi siempre con el tragicómico descubrimiento de que la belleza es mortal. Por eso, también en arte, el genio se mide por la altura de las aspiraciones que se dejan entrever en las siempre limitadas inspiraciones. De todas formas, esta verdad de la expirante inspiración tampoco ha de resultar tan desconsoladora para un artista sin otra pretensión que arrojar un poco de luz que clarifique los que tenemos delante sin acaso verlo: otro matiz de color u otra historia posible.

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