La ideología del insulto, según Pacheco
¿Tiene ideología el insulto? La pregunta deja de ser retórica ante episodios como el protagonizado por el alcalde de Jerez, Pedro Pacheco, a través de una conferencia de prensa convocada expresamente para oficiar el ritual público del insulto. 'Vago, inútil y cobarde' fueron algunos de los epítetos que dedicó a Manuel Chaves, presidente de la Junta de Andalucía, en una supuesta réplica a las críticas que éste le había dirigido 24 horas antes durante una visita a la ciudad en compañía del secretario general socialista, Rodríguez Zapatero. Que en lo que Pacheco considera 'su casa' unos 'forasteros' vinieran a disputarle el voto le ha sacado de sus casillas y le ha precipitado a uno más de los abismos dialécticos tan de su gusto. Haber hecho fortuna con lo de 'la justicia es un cachondeo' parece haberle dejado una propensión crónica a buscar resonancias políticas y mediáticas a base de invectivas. Pero una cosa es hacerlo en torno a conceptos genéricos como el de justicia, y otra muy distinta, disparar a un nombre propio. Aquí es donde al compulsivo insultador le ha traicionado su propia lengua. Al cazador, esta vez, le ha salido el tiro por la culata. Ha creído apuntar con la pericia de siempre, ha reunido una ristra de implacables adjetivos descalificativos y los ha lanzado en batería y con ánimo de ofender. A cada cual lo suyo. Hay que reconocer que ofender ofende. Pero no sólo al blanco por él elegido, sino a la misma inteligencia, al sentido primero y principal del respeto debido entre políticos a quienes los ciudadanos han elevado a la categoría de gobernantes de sus destinos. Una misión demasiado importante como para que sea lidiada en términos de bronca navajera. Pacheco -¿hace falta recordarlo 25 años después de las primeras elecciones municipales democráticas?- no es sólo el alcalde de los que le votaron, sino el de todos los jerezanos, entre los que me cuento. Como tal, como ciudadano y como jerezano, siento vergüenza y me declaro objetor público. Y para que conste en acta, lo digo por escrito.
Me avergüenza y me ofende que mi alcalde insulte a mi presidente. Tanto o más que si mi presidente insultara a mi alcalde. Sé bien que es esto último lo que Pacheco esgrime para justificar su deslenguada diatriba, quizá porque al alcalde, a fuerza de serlo tanto y tanto tiempo, cualquier crítica le resulta insultante. Pero su percepción no tiene base en los hechos de los que tenemos noticia. Chaves habló en términos beligerantes, es cierto, al invitar a los militantes socialistas a 'desenmascarar de una vez por todas' al regidor andalucista (EL PAÍS, 22 octubre 2002), pero no le llamó vago, ni cobarde, ni tampoco inútil. ¿Por qué entonces una respuesta tan desproporcionada, tan salida de madre, tan lejos no ya de la cortesía parlamentaria sino del más elemental modelo democrático de ejercicio de la discrepancia?
El nombre de Jerez había quedado en el aire de los Juegos Ecuestres Mundiales como un referente de lo que siempre fue nuestra ciudad, nuestro querido pueblo grande: un espacio abierto, sin otra frontera que la de su apellido histórico, un lugar de gente noble y trabajadora, amantes de la vid y de la vida y maestros como nadie del sentido de la medida. ¿En nombre de qué Jerez puede nadie dilapidar tan rico y hermoso patrimonio? Desde La Plazuela a Santiago, desde la Asunción a La Plata, desde El Chicle a San Jacinto, de parte a parte del viejo y el nuevo Jerez hay una manera de ser y de estar transmitida de generación en generación que nos ha dotado de identidad propia. Desde muy pequeños, sin recurso a manuales sino a través de su quehacer cotidiano, los mayores supieron transmitir la sabiduría del saber vivir que entronca tan de cerca con la del saber beber precisamente en esa sublime expresión del sentido común que es el sentido de la medida. ¿A qué viene, a estas alturas de tercer milenio y nada menos que en la persona del primero de los ciudadanos, esa borrachera de tabanco, esa artillería de palabrotas, esa infamante manera de defenderse atacando?
El nombre de Jerez, como el de tantas ciudades, puede tener y tiene, por momentos, la forma redonda de una ilusión colectiva llamada fútbol: Xerez Club Deportivo. ¿Cómo explicar que el que debería actuar como socio número uno obligara al exilio al club de su ciudad, justo cuando estaba a punto de conseguir el hito histórico de ascender a la Primera División del fútbol español? ¿No es ésta, independientemente del complejo juego de intereses a considerar, otra colosal demostración de actuación desmedida?
Las elecciones que se perfilan en el horizonte no pueden justificar jamás que quienes aspiran a conquistar la confianza de sus conciudadanos lo hagan a base de destruir al adversario con malas artes. Haber gozado de esa confianza de manera reiterada implica una mayor obligación moral de respeto a las reglas del juego democrático. Insultar es algo peor que romper la baraja: es una invitación a que cualquiera pueda romperla, una incitación al desistimiento de los deberes democráticos que garantizan nuestra convivencia y la posibilidad -o necesidad, según los casos- de que se produzca la alternancia en el gobierno del espacio público compartido, que no es otra cosa eso a lo que llamamos política. En contrapartida, el insulto sólo puede ser la ideología de los que no tienen ideología y han terminado por confundir la tarea que la sociedad le ha encomendado con su propia persona.
Señor Pacheco, alcalde por la gracia de los jerezanos desde hace 25 años, por favor, no actúe de forma que las generaciones por venir terminen parafraseándolo y desde el pozo del hastío y la abstención repitan con desprecio que para qué votar si al fin y al cabo la política es un cachondeo.
Paco Lobatón es periodista.
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