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Columna
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Gente en la tele

De pequeños creíamos que la gente que aparecía en la pantalla de la televisión estaba presa dentro del aparato. En estos momentos hay 27 personas encerradas en la tele de casa. Los concursantes de Operación Triunfo y de Gran Hermano están realmente dentro de la caja, sus residencias son un continuo plató, sus ventanas dan a nuestros hogares, ellos mismos son televisión. Cuando apagamos el televisor no podemos parar de pensar que ellos siguen ahí, como cuando en Navidad nos acostábamos inquietos por haber abandonado a oscuras a las figuritas del belén. Al día siguiente volvemos a encender el aparato y los reencontramos donde los habíamos dejado, con diferente ropa, alianzas y traiciones, pero encerrados en el mismo marco de dos dimensiones, como la celda de cristal a la que fueron condenados los villanos de Superman. Uno cree que se librará de ellos cuando acabe el concurso, que podrá zafarse de sus rostros como se deshace del pastor y el ángel de plástico enterrándolos de nuevo en la caja de cartón bajo el espumillón y las pocas bolas enteras del árbol. Pero es mentira.

Las microcámaras que espían a los concursantes desde los ángulos de las habitaciones y el envés de los espejos actúan como generadores de partículas que materializan personajes televisivos inesquivables, auténticos virus catódicos. Cuando abandonan sus concursos no salen de nuestro electrodoméstico para volver a sus casa en Cádiz o San Vicente de la Barquera, sino que permanecen indefinidamente en la tele. Los concursantes se convierten en entes pixelados que deambulan por cualquier cadena. No sólo viven en platós, también saltan a la calle para inaugurar bares de copas o discotecas que aparecen en pantalla, y la gente en sus casas continúa sufriéndolos,mientras los concursantes permanecen inmunes a la kriptonita del zapping.

El telespectador ya no tiene la sensación de contemplar gente real. Los chicos que ingresan en estos concursos se convierten automáticamente en fenómenos televisivos como lo son Carmina Ordóñez, Boris o Las Supernenas. El seguidor de Operación Triunfo, Gran Hermano o Popstars ha dejado de buscar morbo cuando contempla a los tele-recluidos, y no actúa como un voyeur, sino como un fan, como un cómplice o un detractor. Los concursantes son conscientes de la observación y las expectativas creadas, de modo que no se comportan con la ingenuidad de las primeras promociones. El espectador no mira sólo a un futuro ganador de un gran premio a la convivencia, como el que otorga Gran Hermano, ni al nuevo líder de la canción española, sino al próximo contertulio de Maria Teresa Campos, a un inminente marciano de media noche o al siguiente protagonista de Abierto al anochecer.

Ni siquiera estos espacios conservan la sensación de telerrealidad. 'La vida en directo desde la casa o la academia' en lugar de tener un cariz de inmediatez, sabe a revival después de tres ediciones de Gran Hermano y una de Operación Triunfo. Mercedes Milá frente a la pantalla-ventana que comunica el estudio con La Casa o Nina, otra vez describiendo con acento catalán el talento y el sacrificio de jóvenes aspirantes a Chayanne o Britney Spears, suena a viejo.

La semana pasada, Operación Triunfo fue el segundo programa más visto de la semana tras Cuéntame cómo pasó, una auténtica serie retro, y Gran Hermano cayó hasta el sexto lugar. Es lógico el afán de las televisiones y las productoras por repetir la fórmula de un programa con éxito, pero la naturaleza del espacio se ha desvirtuado. Como también los espectadores hemos perdido la virtud, la candidez y la sorpresa con la que seguíamos las peripecias de unos concursantes igualmente desconcertados y naifs. Hoy desconfiamos de las votaciones por teléfono o a través de los mensajes cortos, dudamos de las lágrimas y los besos de los participantes, no sólo los juzgamos por su actuación en el concurso, sino por su capacidad para generar futuros shares, por su potencial para perpetuarse en programas del corazón tanto como comentaristas invitados como generando escándalos, montajes y polémicas a debatir.

Sin querer, pues, formamos parte de la misma farsa televisiva, de una extraña realidad a ambos lados de la pantalla. Nuestro gran drama, como espectadores, es que nadie nos priva de su presencia cuando cogemos el mando a distancia, nadie nos nomina para abandonar sus vidas para siempre.

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