Sí, es verdad, los lunes al sol
Finalizaban los setenta y entonces la clase obrera iba al paraíso. Pero de repente pareció que el paraíso estaba deshabitado. Y así, de ser el sujeto revolucionario por antonomasia pasó a convertirse en una isla perdida en la periferia de la sociedad de la opulencia. Como decía Lerner: 'Hoy ya nadie se ocupa de los obreros, la investigación en torno a la condición obrera no sólo ha dejado de apasionar a los mass media, sino que literalmente ha desaparecido de toda sede editorial, cultural o universitaria'. Y entre nosotros, más y mejor.
Algún ejemplo que intente explicar la disociación entre el discurso y la realidad: encabezamos el ranking de siniestralidad laboral en Europa, y no es raro escuchar condenas rotundas y sentidas lamentaciones, pero a la hora de la verdad, como siempre, las matemáticas vencen a la poesía, y así el presupuesto asignado al Instituto Nacional de Seguridad e Higiene en el Trabajo para 2003 decrece en relación con el 2002, sufre -y nunca mejor dicho- un incremento del 1,5%. Un 1,5% hasta alcanzar los 28,94 millones de euros. Miren, para que nos hagamos una idea: en un asunto de similar importancia -el de los accidentes de tráfico- nos encontramos con que la Jefatura Superior de Tráfico, con un presupuesto de 649,42 millones de euros, tiene un incremento del 4,4% respecto a 2002. En concreto, y para no liarnos, en nuestra sociedad un muerto en el trabajo vale 20 veces menos (más de 20 veces menos) que un muerto en la carretera.
Repetidamente, y desde hace años, cuando preguntan a los españoles por su principal problema responden con impertinente tenacidad que el desempleo. Nadie en su sano juicio contesta esto, y siendo así las cosas, lo normal sería que la vida cultural y política de este país girara en torno a este problema. Tengo la impresión de que desgraciadamente esto no ha sido ni mucho menos así.
Ya hace tiempo que el parado es un sujeto invisible, huésped de la penumbra social. Pues bien, de vez en cuando alguien enciende la luz, y no sé si se hace la luz o es sólo un fogonazo, pero lo cierto es que Fernando León de Aranoa, con su espléndida Los lunes al sol, se ha atrevido a hacer eso que tanto duele de registrar realidad.
Un historia sencilla y bien contada. Un grupo de amigos, náufragos de la sociedad industrial, ronda por Vigo; Santa -Javier Bardem-, soldador de oficio, tres años en el paro, producto, como sus compañeros, de la reconversión naval, por ahí anda, perdido, salvado todavía in extremis por su solidaridad de clase y su rabia, pero ni su lucidez ni su picardía evitarán la derrota. Jamás será lo que fue. José, su compañero, ni lo intenta, se mantiene dificultosamente a flote gracias a una mujer que lo aguanta por compasión. Lino, entrañable, patético, empeñado en buscar trabajo, como si se creyera que de él depende encontrarlo, acudiendo a entrevistas absolutamente fantasmales, pues el pobre carece de todos los requisitos mínimos exigibles: tiene canas, no sabe informática y encima carece de vehículo propio. Reina ha conseguido un empleo, bueno, algo por el estilo, tampoco volverá a ser profesional de oficio, ahora es un vigilante de seguridad y representa, o pretende representar, la eficacia del sistema: 'Quien la sigue la consigue'. Un ruso, astronauta, surrealista y enternecedor; percibimos que ha sufrido tanto que en la actual situación está siempre sereno, incluso parece feliz. Amador, un viejo luchador, arrastra lo más dignamente que puede el fin de una existencia marcada por la soledad, el alcohol y la miseria. Y por último, un gran Climent, el dueño del bar La Naval, un cuchitril mínimo, en donde ejerce de buen padre y de buen compañero. Escéptico, atento, compasivo... Eso es todo, comienzan en un ferry que les lleva a Vigo, a ninguna parte; terminan en un ferry al pairo. A la deriva.
No es que al hablar de esta película haya que defender una tesis, yo soy de los que piensan que los españoles tenemos que estar orgullosos de la reconversión que desde finales de los años setenta se ha venido haciendo en nuestro país: minería, naval, sidero, etcétera. Se hizo bien, de la manera menos traumática: prejubilaciones, planes de renta, bajas incentivadas... Y estimo, también, que la participación sindical, al respecto, ha sido trascendental y de enorme mérito. Lo que de verdad sorprende de esta película es que, como decía antes, coge nuestra realidad y nos la pone delante, para que la vayamos viendo, y a ver qué pasa. Y lo que pasa, ha pasado y sigue pasando es que se habla con tanta facilidad sobre los parados, e incluso con tanta frivolidad, que reflexionar sobre esto nunca viene mal.
Pero vayamos algunos años atrás, pongámonos en la piel de esos chavales que corretean por las calles de Avilés, de Mieres o de Ferrol. Un día determinado entran en la empresa -en la gran empresa- donde trabajan, donde han trabajado los suyos, sus padres, sus parientes, en muchos casos sus abuelos. Empiezan una carrera que saben que continuarán sus hijos. Entran en la escuela de aprendices o en la universidad laboral, de entonces, y se convierten -y con bastante esfuerzo- en los mejores profesionales de oficio de este país. Son los que tiran del carro, y lo saben. Y de pronto se acabó, y ponte ahora a reconvertirles. Para ellos no sólo se ha acabado el trabajo, se ha acabado su vida. Su mundo ha desaparecido. Su mundo, del que estaban orgullosos, su mundo en el que eran la vanguardia, la famosa 'centralidad de la clase obrera'. Ya no saben si es lunes por la mañana o viernes por la noche, e intenta tú, en ese momento, hablarles de filosofías y de 'empleabilidad'. Es el fin de su proyecto social, de su condición de trabajador y de su condición de ciudadano. Y todo ello vivido desde la apatía social. ¿Qué hacer? ¿Estudiar informática o colarse, como Santa, en el ferry de Vigo y decirle al empleado: '¡Muchacho, además de no pagar el billete deberían invitarnos a un gin-tonic!'?
Marcos Peña es inspector de Trabajo y fue secretario general de Empleo con el Gobierno socialista.
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