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Columna
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Pañales

Dos argumentos de actualidad me han colocado en la vía del riesgo y el peligro. El primero está recogido en un reciente anuncio de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción: en un baño, dos jóvenes que por toda vestimenta llevan sendos dodotis, se disponen a meterse unas rayas. El texto del anuncio nos dice que 'sin la educación adecuada un joven está en pañales ante las drogas'. El segundo argumento es el sangriento atentado de Bali.

Los pañales nos remiten a la infancia, y la infancia es el tiempo del peligro. La noción de riesgo no existe para un niño. El riesgo es patrimonio de la madurez y de la libertad, es decir, de la capacidad de comprender, de prever, de situarse, y luego de obrar de acuerdo con esa posición y ese entendimiento. Por eso en la infancia sólo cabe el peligro, que el niño además no ve, que los adultos definen, detectan y temen por él, en su nombre. Pondré algún ejemplo práctico. Con cinco años, atravesar una calle corriendo, sin mirar, detrás de una pelota, es estar en peligro. Cruzar de mayor un semáforo en rojo porque nos parece que el coche avistado viene lento, es asumir un riesgo. Asomarse de pequeño a la ventana es peligroso. Apoyarse en el alféizar para desenganchar una persiana o limpiar un cristal es arriesgado. Y así con todo: con los cuchillos y las botellas. Con las olas o el agua de una piscina. Con el fuego y la noche. Con todo igual. Ver o no ver. Poder, en consecuencia, o no poder.

Crecer y educar consiste en ir reduciendo el espacio oscuro y sin elección del peligro; en remplazarlo, poco a poco, por las luces del riesgo, por la libertad de distinguir los filos de los pétalos; y de elegir las rosas aunque tengan espinas; o incluso de preferir sólo las rosas, los deseos, los viajes, los encuentros, los ejercicios, las sensaciones, los pensamientos espinosos. Y no voy a insistir en que el riesgo puede ser el condimento del plato de la vida, ni en que hay quien come especiado y quien come sin sal. Pero sí quiero subrayar que el veneno de la vida es el miedo, y que el peligro es miedo puro, sin vivir radical, desvivir(se) constante.

El anuncio del principio previene contra la infantilización de nuestros jóvenes. Y sin embargo todo contribuye a mantenerlos así, empequeñecidos: ocio aturdidor, bulimia consumista, viviendas impensables, contrataciones indecentes, cultura bajo mínimos e indulgencias varias y plenarias por parte de unos adultos desbordados o culpabilizados o distraídos. Nuestra sociedad se infantiliza y por ese camino pierde el control del riesgo y se hunde en el peligro.

El segundo argumento tiene que ver con Bali y con el mapa del mundo que nos está trazando el terrorismo: uniforme sin colores que marquen las alturas y las fronteras. Lo mismo da una calle que una playa. Oriente que Occidente. El día que la noche. Lo cotidiano que lo excepcional. Antes se podía asociar el viaje a la aventura, ciertos destinos a determinadas tensiones, es decir, el movimiento al riesgo. Antes se podía viajar en libertad. Hoy cada vez menos. Eso es precisamente lo que pretende el terrorismo; ser oscuridad sin elección para la víctima, como en la infancia, peligro puro.

Es evidente que hay que acabar con él. Y con el peligro, con el mal vivir -temor, inmovilidad de pensamiento y obra, confinamiento- que nos contagia. El método que ahora se nos propone es insistir en los blindajes, los misiles, la represión. Pero yo creo que esas medidas lejos de protegernos nos condenan. No hay mecanismo de seguridad que abarque tanto, lo estamos viendo. Ni bomba que borre una raíz. Ni represión que valga para los sentimientos.

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En mi opinión la única manera verdadera, perdurable, de combatir el peligro es convertirlo en riesgo, es decir llevarlo al terreno de la madurez y de la libertad. Para ello es necesario atacar a las causas y no sólo a los efectos de la infantilización, del desprecio cultural, del odio creciente entre los mundos. Poniendo responsabilidad y respeto donde hay pañales. Y reparto y equilibrio y horizonte donde no hay sino expropiación, desigualdad y el hermético presente de la miseria.

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