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Crítica:LECTURA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El antijudaísmo español

Por una feliz coincidencia, dos libros complementarios e igualmente indispensables al conocimiento de la historia política, social e intelectual española de los dos últimos siglos llevan la fecha de nuestro capicúa, el año segundo del tercer milenio: me refiero a La imagen del magrebí en España, de Eloy Martín Corrales (editorial Bellaterra, Barcelona), cuya lectura recomendé en un artículo de Opinión de EL PAÍS (Moros en la costa, 21 de julio de 2002), y El antisemitismo en España. La imagen del judío (1812-2002) (editorial Marcial Pons, Madrid), objeto de esta introducción.

Como vamos a ver, si la maurofobia e islamofobia forman parte, de forma muy visible, del lenguaje de la extrema derecha integrada en el actual partido del Gobierno e incluso del de un vasto sector de la derecha conservadora y católica que vota por él (por no hablar ahora de ciertos demócratas, adeptos de las 'valientes' tesis del profesor Sartori sobre los 'desechos' o 'material zafio' que nos llegan del Magreb y el África subsahariana), el antisemitismo permanece desde hace tres décadas en un estado latente y no aflora sino esporádicamente a la superficie del discurso políticamente correcto de la España surgida de la transición. Pero se trata de una apariencia engañosa, pues el prejuicio secular no se ha desvanecido, y se manifiesta, por ejemplo, en el campo de la historiografía y muy especialmente en el de la historia literaria. La resistencia soterrada, pero tenaz, a admitir la importancia del problema de la limpieza de sangre para nuestros grandes autores de los siglos XV, XVI y XVII trasluce la resistencia de muchos ensayistas ilustres a admitir el hecho probado y bien probado de que, como se decía antaño, una gran parte de aquéllos descendían de antepasados que 'recibieron el bautismo de pie'. Contrariamente a lo que sostenía Eugenio Asensio, el asunto no es un mero 'detalle' (como tampoco lo es, toutes proportions gardées, el de los campos de exterminio nazis según Jean Marie Le Pen). Sin tener presente este hecho, la lectura de nuestros clásicos, de Juan de Mena a Fernando de Rojas, de fray Luis de León a san Juan de Ávila y santa Teresa, de Mateo Alemán a López de Úbeda, de Góngora a Cervantes (escamoteando púdicamente el origen de sus famosos 'duelos y quebrantos'), resulta desaborida, incompleta y, a fin de cuentas, falaz. Como advirtió con razón Menéndez Pelayo al ensalzar la 'sana' reacción del Santo Oficio a las desviaciones heréticas del siglo XVI, atribuidas de ordinario a los conversos, 'la cuestión de raza explica muchos fenómenos y resuelve muchos enigmas de nuestra historia'.

El antisemitismo en España. La imagen del judío (1812-2002)

Gonzalo Álvarez Chillida. Editado por Marcial Pons, 2002. Prólogo de Juan Goytisolo.

El libro de Álvarez Chillida contribuye de forma eficaz a la necesaria tarea de barrer prejuicios y evitar confusiones y equívocos de consecuencias eventualmente mortales
Como dijo Orobio de Castro en los Países Bajos, defendiéndose de las acusaciones de hipocresía, 'había fingido ser cristiano
La vigencia de los estatutos de limpieza de sangre hasta su abolición por José Bonaparte fue objeto de las críticas de algunos ilustrados: para tener acceso a los colegios universitarios, el aspirante debía probar su condición de cristiano viejo

En la segunda mitad del siglo XVII, el prejuicio castizo entra en una nueva fase: el antijudaísmo tradicional se mantiene en el lenguaje, refranes, leyendas, libros de piedad, ritos y fiestas populares, aunque España sea un país sin judíos y los descendientes de conversos procuren pasar inadvertidos y fundirse en el paisaje. Con todo, el odio castizo contra los hebreos, Menéndez Pelayo dixit, 'no se amansó un punto'. La Inquisición no cejó en sus esfuerzos por desarraigar 'la cizaña' judaica, pero el número de procesos y autos de fe disminuyó paulatinamente: si aquélla conservaba su excelente disposición a quemar, no puede decirse lo mismo de los posibles candidatos a la quema. Los criptojudíos habían aprendido por experiencia el arte del disimulo: como dijo Orobio de Castro en los Países Bajos, defendiéndose de las acusaciones de hipocresía, 'había fingido ser cristiano [en España] porque la vida es muy amable'.

Limpieza de sangre

La vigencia de los estatutos de limpieza de sangre hasta su abolición por José Bonaparte fue objeto de las críticas de algunos ilustrados: para tener acceso a los colegios universitarios, nos recuerda Blanco White, el aspirante debía probar su condición de cristiano viejo, limpio de toda mala raza y mancha: 'La menor mezcla de sangre africana, india, mora o hebrea', escribe en Cartas de España, 'tiñe la totalidad de una familia hasta la generación más remota'. Dicha marginación continuó a lo largo del siglo XIX en diversas instituciones (Academia Militar, cabildos y órdenes religiosas) y se manifestó con particular virulencia, como veremos, respecto a la comunidad chueta mallorquina.

Como dice Gonzalo Álvarez Chillida: 'El 'tema judío' y la imagen del judío no serán en la España contemporánea meros productos de importación, sino realidades vivas en la memoria de los españoles, presentes en las luchas ideológicas y políticas de estos dos siglos (XIX y XX). Hablar de judaísmo será hablar de la historia, de la fe y de la identidad de los españoles'.

Y en un esfuerzo esclarecedor, necesario para abarcar la magnitud y complejidad de la cuestión, subraya la distinción entre el antisemitismo de origen germánico, que se difundió por Europa en la segunda mitad del siglo XIX y llegó a la Península a través de la derecha francesa, y el antijudaísmo tradicional hispano: 'El antisemitismo racista y el antijudaísmo religioso difieren profundamente en su definición de lo judío, y en los presupuestos ideológicos que subyacen a las dos concepciones del mundo, la racista y la cristiana. (...) Son dos las coordenadas del antisemitismo español contemporáneo. Por un lado, la repercusión del europeo, y por otro, la pervivencia del antijudaísmo tradicional, manifiesta en la imagen popular del judío (lenguaje, leyendas, fiestas) y en la predicación católica contra los 'pérfidos judíos' y su crimen de deicidio. (...) El tema judío ha jugado así un papel importante en las luchas ideológicas españolas, mucho mayor de lo que hubiera sido lógico en un país sin judíos'.

El análisis de Álvarez Chillida de los enfrentamientos político religiosos desde las Cortes de Cádiz hasta la guerra civil de 1936-1939 no tiene desperdicio. La 'teología política' que arranca de aquéllas, denunciada con singular lucidez por Blanco White en las páginas de su publicación londinense, envenenará la confrontación entre liberales y nacional-católicos, con la continua denuncia por éstos de la conspiración masónica alimentada por el judaísmo. La desamortización por Mendizábal en 1836 de los bienes de la Iglesia y de las comunidades religiosas fue atribuida por la prensa conservadora y carlista a la codicia de los especuladores hebreos debido a los orígenes judíos del jefe del Gobierno, cuyo apellido original no era vascuence, sino el de un gaditano de linaje cristiano nuevo. Con la campaña de Tetuán y el reencuentro con las comunidades sefardíes de Marruecos, la imagen ya borrosa del judío rastrero, repugnante y abyecto reaparece, entre otros, en el Diario de Alarcón. La revolución de 1868 y el reconocimiento oficial de la libertad religiosa avivaron todavía esa creencia en la conspiración mundial judía que impregna las publicaciones eclesiásticas y de la derecha española, tanto en la prensa como en libros, homilías y panfletos divulgados durante casi un siglo.

El legado judeo-español

Junto a la reseña de la labor pionera de autores como José Amador de los Ríos y del voluble Adolfo de Castro respecto al legado judeo-español y al estudio de la incansable defensa por Ángel Pulido de las comunidades sefardíes de los Balcanes, el imperio otomano y Marruecos, Álvarez Chillida completa y matiza la visión de los judíos en la literatura española de Rafael Cansinos Assens. Si el desprecio de Alarcón por la comunidad judía de Tetuán ('pueblo que no es pueblo, raza parásita, grey desheredada y maldita') y el expresado por Bécquer en La rosa de la pasión, incluida en las Leyendas, me eran conocidos, nuestro autor examina otros que habían escapado a mi atención: los clichés antijudíos (avaricia, malignidad) aparecen tanto en la novela de Larra, El doncel de don Enrique el Doliente, como, en menor grado, en la de Espronceda, Sancho Saldaña. Las páginas dedicadas a Emilia Pardo Bazán -autora de novelas como Una cristiana y La prueba, en las que el horror instintivo de la protagonista a la 'raza deicida' encarnada por su marido muestra la incompatibilidad de ésta con la que la escritora gallega denomina 'ariana'- y a Blasco Ibáñez -cuyos artículos juveniles y novelas posteriores prueban, como dice Álvarez Chillida, el curioso maridaje entre filosemitismo político y mentalidad antijudía- son asimismo agudas y estimulantes. Pero la lista de autores que profesan una aversión invencible a unos judíos que desconocen no se detiene ahí.

Los dicterios de la prensa nacional-católica y de los demonizadores profesionales del liberalismo contra la conspiración judía en su doble vertiente capitalista y revolucionaria me sugieren una serie de conjunciones y disyunciones entre aquéllos y los dirigidos al moro resucitado desde la 'cruzada' de O'Donnell. Mientras el último, conforme a la vieja tradición de la literatura eclesiástica que allanó el camino a la expulsión de los moriscos, aparece en ellos tangible, animalizado, brutal y caricaturalmente simiesco -el libro de Eloy Martín Corrales contiene una abrumadora documentación gráfica y escrita sobre el tema-, el judío, de Balmes a Manterola y de Vázquez de Mella a González Ruano, nos es descrito como un elemento foráneo, infeccioso, cuya índole evoluciona de acuerdo con los conocimientos médicos de la época: a los ya clásicos insultos de lepra y sanguijuela vemos agregarse los de 'cáncer', 'virus ponzoñoso', 'bacilo impalpable', esto es, los de una amenaza invisible y mortal al organismo sano de la nación, microbio o gen que habrá que eliminar para la supervivencia de ésta.

Igualmente aguijadores son los capítulos referentes a la cuestión judía en el campo de los nacionalismos periféricos. Francisco Navarro Villoslada, autor de Amaya o los vascos del siglo VIII, novela que figuraba en la biblioteca de la rama paterna de mi familia y que devoré en mi adolescencia, tiene el dudoso mérito de ser uno de los primeros cantores del mito de la pureza racial de los vascos. En su obra Ante Cristo arremete contra la figura de un banquero judío y el pensamiento 'siniestro y destructor' de sus congéneres. Más radical aún, el pensador integrista y ultranacionalista Sabino Arana sostiene que 'las razas árabe y hebrea habíanse entrelazado con la española (...) inoculándole el virus anticristiano' y, como observa Juan Aranzadi en su espléndido ensayo El escudo de Arquíloco, 'esa doble imagen del judío y del moro mitificados suministra el subsuelo sobre el que construye la figura del maketo'.

En el ámbito catalán, el sentimiento antijudío fue menos visceral, y junto a los panfletos y juicios negativos de un Rovira i Virgili o un ensayista de ordinario lúcido como Gaziel, hallamos el filosemitismo anticastizo de grandes figuras literarias como Josep Pla y Salvador Espriu. Mención aparte merece el caso del gallego Vicente Risco, con su división racial de la Península en Euroiberia y Afroiberia, y encendida defensa del nazismo como 'reacción vital de la nación alemana'. Sus ataques al 'internacionalismo cosmopolita' y fuerza disgregadora de su mezcla con lo cristiano se ajustan como vitola al habano a las invectivas de Vázquez de Mella, Giménez Caballero, Agustín de Foxá, el agente doble Juan Pujol (autor de nauseabundos insultos contra la diputada socialista Margarita Nelken) y otros ideólogos y paniaguados al servicio de la 'Cruzada' de Franco.

El repaso de Álvarez Chillida a las cabezas visibles del antisemitismo en nuestra posguerra me ha devuelto a la memoria algunos nombres sepultados en ella de autores y obras que formaron parte de mis primeras lecturas: el del padre Tusquets -firme valedor de la autenticidad de Los Protocolos de los Sabios de Sión- y el del policía Mauricio Carlavilla, que, con el seudónimo de Mauricio Karl, amalgamaba en una misma masa tentacular y perversa a bolcheviques, masones y judíos, unidos todos en su sombrío propósito de destruir el catolicismo y 'chupar como vampiros sedientos... la sangre de España'.

Sin demorarme ahora en las páginas sobre el antisemitismo de Pío Baroja o de Benavente y en los escritos demagógicos de los Maeztu, Pemán, Eugenio Montes o César González Ruano, cuya lectura actual haría sonrojar incluso a algunos votantes de Le Pen (¡'conjura de las razas turbias contra la nobleza gótica'!), me referiré para terminar a las vicisitudes de la comunidad chueta mallorquina descendiente de conversos.

Pese a haber sufrido durante siglos el acoso de la Inquisición y luego de la tiranía de la opinión pública alentada por el clero de la isla, el núcleo duro de la misma, el de los 'quince apellidos' de la calle de la Platería -estudiado por vez primera por Miquel Forteza y G. Cortés en su obra Reconciliados y relajados. Inquisición en Mallorca (1488-1691)-, logró preservar su cohesión interna gracias a una endogamia casi sin grietas. Las medidas discriminatorias contra ella -que la convertían en un colectivo paria tan mal visto como el de los gitanos- se prolongaron hasta la década de los sesenta del pasado siglo, especialmente en algunos colegios religiosos y el cabildo catedralicio. Recuerdo muy bien mi sorpresa, por no decir estupor, cuando en 1948, año de mi ingreso en la Universidad de Barcelona, uno de mis condiscípulos, con quien simpaticé inmediatamente en razón de nuestro común agnosticismo y pasión literaria, me dijo con naturalidad, sin tinte de provocación alguna, que era judío: se apellidaba Cortés y su padre procedía de los chuetas de la calle de la Platería. No le pregunté si tenía rabo, como creían muchos cristianos viejos en las zonas rurales de la Península hasta hace menos de un siglo, pero me admiró, eso sí, nuestra insospechada similitud intelectual y moral. El fantasma judío de mis lecturas caseras se desvaneció al punto. No sabía aún que años después viviría durante cuatro décadas con la escritora francesa Monique Lange y que el círculo de mis amistades más íntimas se compondría mayoritariamente desde entonces de personas de origen musulmán y judío. ¡Ignoro todavía a estas alturas de mi vida si ello constituye un rasgo antiespañol propio de un expatriado voluntario como yo, o, al contrario, soterradamente español, conforme a la lectura de Américo Castro!

Islamofobia y antisionismo

En unos tiempos en que tras el ataque terrorista del 11-S y la política del actual Gobierno israelí en los territorios ocupados en la guerra de los Seis Días avivan a un tiempo la islamofobia y arabofobia en las sociedades occidentales y un antisionismo que deriva a veces hacia un antisemitismo más o menos explícito, debemos extremar nuestro cuidado para no confundir los términos de musulmán, islamista y terrorista ni achacar al judío el odioso apartheid impuesto por Sharon al pueblo palestino. El libro de Gonzalo Álvarez Chillida, como el de Eloy Martín Corrales, contribuyen de forma eficaz a la necesaria tarea de barrer prejuicios y evitar confusiones y equívocos de consecuencias eventualmente mortales.

Por una feliz coincidencia, dos libros complementarios e igualmente indispensables al conocimiento de la historia política, social e intelectual española de los dos últimos siglos llevan la fecha de nuestro capicúa, el año segundo del tercer milenio: me refiero a La imagen del magrebí en España, de Eloy Martín Corrales (editorial Bellaterra, Barcelona), cuya lectura recomendé en un artículo de Opinión de EL PAÍS (Moros en la costa, 21 de julio de 2002), y El antisemitismo en España. La imagen del judío (1812-2002) (editorial Marcial Pons, Madrid), objeto de esta introducción.

Como vamos a ver, si la maurofobia e islamofobia forman parte, de forma muy visible, del lenguaje de la extrema derecha integrada en el actual partido del Gobierno e incluso del de un vasto sector de la derecha conservadora y católica que vota por él (por no hablar ahora de ciertos demócratas, adeptos de las 'valientes' tesis del profesor Sartori sobre los 'desechos' o 'material zafio' que nos llegan del Magreb y el África subsahariana), el antisemitismo permanece desde hace tres décadas en un estado latente y no aflora sino esporádicamente a la superficie del discurso políticamente correcto de la España surgida de la transición. Pero se trata de una apariencia engañosa, pues el prejuicio secular no se ha desvanecido, y se manifiesta, por ejemplo, en el campo de la historiografía y muy especialmente en el de la historia literaria. La resistencia soterrada, pero tenaz, a admitir la importancia del problema de la limpieza de sangre para nuestros grandes autores de los siglos XV, XVI y XVII trasluce la resistencia de muchos ensayistas ilustres a admitir el hecho probado y bien probado de que, como se decía antaño, una gran parte de aquéllos descendían de antepasados que 'recibieron el bautismo de pie'. Contrariamente a lo que sostenía Eugenio Asensio, el asunto no es un mero 'detalle' (como tampoco lo es, toutes proportions gardées, el de los campos de exterminio nazis según Jean Marie Le Pen). Sin tener presente este hecho, la lectura de nuestros clásicos, de Juan de Mena a Fernando de Rojas, de fray Luis de León a san Juan de Ávila y santa Teresa, de Mateo Alemán a López de Úbeda, de Góngora a Cervantes (escamoteando púdicamente el origen de sus famosos 'duelos y quebrantos'), resulta desaborida, incompleta y, a fin de cuentas, falaz. Como advirtió con razón Menéndez Pelayo al ensalzar la 'sana' reacción del Santo Oficio a las desviaciones heréticas del siglo XVI, atribuidas de ordinario a los conversos, 'la cuestión de raza explica muchos fenómenos y resuelve muchos enigmas de nuestra historia'.

En la segunda mitad del siglo XVII, el prejuicio castizo entra en una nueva fase: el antijudaísmo tradicional se mantiene en el lenguaje, refranes, leyendas, libros de piedad, ritos y fiestas populares, aunque España sea un país sin judíos y los descendientes de conversos procuren pasar inadvertidos y fundirse en el paisaje. Con todo, el odio castizo contra los hebreos, Menéndez Pelayo dixit, 'no se amansó un punto'. La Inquisición no cejó en sus esfuerzos por desarraigar 'la cizaña' judaica, pero el número de procesos y autos de fe disminuyó paulatinamente: si aquélla conservaba su excelente disposición a quemar, no puede decirse lo mismo de los posibles candidatos a la quema. Los criptojudíos habían aprendido por experiencia el arte del disimulo: como dijo Orobio de Castro en los Países Bajos, defendiéndose de las acusaciones de hipocresía, 'había fingido ser cristiano [en España] porque la vida es muy amable'.

Limpieza de sangre

La vigencia de los estatutos de limpieza de sangre hasta su abolición por José Bonaparte fue objeto de las críticas de algunos ilustrados: para tener acceso a los colegios universitarios, nos recuerda Blanco White, el aspirante debía probar su condición de cristiano viejo, limpio de toda mala raza y mancha: 'La menor mezcla de sangre africana, india, mora o hebrea', escribe en Cartas de España, 'tiñe la totalidad de una familia hasta la generación más remota'. Dicha marginación continuó a lo largo del siglo XIX en diversas instituciones (Academia Militar, cabildos y órdenes religiosas) y se manifestó con particular virulencia, como veremos, respecto a la comunidad chueta mallorquina.

Como dice Gonzalo Álvarez Chillida: 'El 'tema judío' y la imagen del judío no serán en la España contemporánea meros productos de importación, sino realidades vivas en la memoria de los españoles, presentes en las luchas ideológicas y políticas de estos dos siglos (XIX y XX). Hablar de judaísmo será hablar de la historia, de la fe y de la identidad de los españoles'.

Y en un esfuerzo esclarecedor, necesario para abarcar la magnitud y complejidad de la cuestión, subraya la distinción entre el antisemitismo de origen germánico, que se difundió por Europa en la segunda mitad del siglo XIX y llegó a la Península a través de la derecha francesa, y el antijudaísmo tradicional hispano: 'El antisemitismo racista y el antijudaísmo religioso difieren profundamente en su definición de lo judío, y en los presupuestos ideológicos que subyacen a las dos concepciones del mundo, la racista y la cristiana. (...) Son dos las coordenadas del antisemitismo español contemporáneo. Por un lado, la repercusión del europeo, y por otro, la pervivencia del antijudaísmo tradicional, manifiesta en la imagen popular del judío (lenguaje, leyendas, fiestas) y en la predicación católica contra los 'pérfidos judíos' y su crimen de deicidio. (...) El tema judío ha jugado así un papel importante en las luchas ideológicas españolas, mucho mayor de lo que hubiera sido lógico en un país sin judíos'.

El análisis de Álvarez Chillida de los enfrentamientos político religiosos desde las Cortes de Cádiz hasta la guerra civil de 1936-1939 no tiene desperdicio. La 'teología política' que arranca de aquéllas, denunciada con singular lucidez por Blanco White en las páginas de su publicación londinense, envenenará la confrontación entre liberales y nacional-católicos, con la continua denuncia por éstos de la conspiración masónica alimentada por el judaísmo. La desamortización por Mendizábal en 1836 de los bienes de la Iglesia y de las comunidades religiosas fue atribuida por la prensa conservadora y carlista a la codicia de los especuladores hebreos debido a los orígenes judíos del jefe del Gobierno, cuyo apellido original no era vascuence, sino el de un gaditano de linaje cristiano nuevo. Con la campaña de Tetuán y el reencuentro con las comunidades sefardíes de Marruecos, la imagen ya borrosa del judío rastrero, repugnante y abyecto reaparece, entre otros, en el Diario de Alarcón. La revolución de 1868 y el reconocimiento oficial de la libertad religiosa avivaron todavía esa creencia en la conspiración mundial judía que impregna las publicaciones eclesiásticas y de la derecha española, tanto en la prensa como en libros, homilías y panfletos divulgados durante casi un siglo.

El legado judeo-español

Junto a la reseña de la labor pionera de autores como José Amador de los Ríos y del voluble Adolfo de Castro respecto al legado judeo-español y al estudio de la incansable defensa por Ángel Pulido de las comunidades sefardíes de los Balcanes, el imperio otomano y Marruecos, Álvarez Chillida completa y matiza la visión de los judíos en la literatura española de Rafael Cansinos Assens. Si el desprecio de Alarcón por la comunidad judía de Tetuán ('pueblo que no es pueblo, raza parásita, grey desheredada y maldita') y el expresado por Bécquer en La rosa de la pasión, incluida en las Leyendas, me eran conocidos, nuestro autor examina otros que habían escapado a mi atención: los clichés antijudíos (avaricia, malignidad) aparecen tanto en la novela de Larra, El doncel de don Enrique el Doliente, como, en menor grado, en la de Espronceda, Sancho Saldaña. Las páginas dedicadas a Emilia Pardo Bazán -autora de novelas como Una cristiana y La prueba, en las que el horror instintivo de la protagonista a la 'raza deicida' encarnada por su marido muestra la incompatibilidad de ésta con la que la escritora gallega denomina 'ariana'- y a Blasco Ibáñez -cuyos artículos juveniles y novelas posteriores prueban, como dice Álvarez Chillida, el curioso maridaje entre filosemitismo político y mentalidad antijudía- son asimismo agudas y estimulantes. Pero la lista de autores que profesan una aversión invencible a unos judíos que desconocen no se detiene ahí.

Los dicterios de la prensa nacional-católica y de los demonizadores profesionales del liberalismo contra la conspiración judía en su doble vertiente capitalista y revolucionaria me sugieren una serie de conjunciones y disyunciones entre aquéllos y los dirigidos al moro resucitado desde la 'cruzada' de O'Donnell. Mientras el último, conforme a la vieja tradición de la literatura eclesiástica que allanó el camino a la expulsión de los moriscos, aparece en ellos tangible, animalizado, brutal y caricaturalmente simiesco -el libro de Eloy Martín Corrales contiene una abrumadora documentación gráfica y escrita sobre el tema-, el judío, de Balmes a Manterola y de Vázquez de Mella a González Ruano, nos es descrito como un elemento foráneo, infeccioso, cuya índole evoluciona de acuerdo con los conocimientos médicos de la época: a los ya clásicos insultos de lepra y sanguijuela vemos agregarse los de 'cáncer', 'virus ponzoñoso', 'bacilo impalpable', esto es, los de una amenaza invisible y mortal al organismo sano de la nación, microbio o gen que habrá que eliminar para la supervivencia de ésta.

Igualmente aguijadores son los capítulos referentes a la cuestión judía en el campo de los nacionalismos periféricos. Francisco Navarro Villoslada, autor de Amaya o los vascos del siglo VIII, novela que figuraba en la biblioteca de la rama paterna de mi familia y que devoré en mi adolescencia, tiene el dudoso mérito de ser uno de los primeros cantores del mito de la pureza racial de los vascos. En su obra Ante Cristo arremete contra la figura de un banquero judío y el pensamiento 'siniestro y destructor' de sus congéneres. Más radical aún, el pensador integrista y ultranacionalista Sabino Arana sostiene que 'las razas árabe y hebrea habíanse entrelazado con la española (...) inoculándole el virus anticristiano' y, como observa Juan Aranzadi en su espléndido ensayo El escudo de Arquíloco, 'esa doble imagen del judío y del moro mitificados suministra el subsuelo sobre el que construye la figura del maketo'.

En el ámbito catalán, el sentimiento antijudío fue menos visceral, y junto a los panfletos y juicios negativos de un Rovira i Virgili o un ensayista de ordinario lúcido como Gaziel, hallamos el filosemitismo anticastizo de grandes figuras literarias como Josep Pla y Salvador Espriu. Mención aparte merece el caso del gallego Vicente Risco, con su división racial de la Península en Euroiberia y Afroiberia, y encendida defensa del nazismo como 'reacción vital de la nación alemana'. Sus ataques al 'internacionalismo cosmopolita' y fuerza disgregadora de su mezcla con lo cristiano se ajustan como vitola al habano a las invectivas de Vázquez de Mella, Giménez Caballero, Agustín de Foxá, el agente doble Juan Pujol (autor de nauseabundos insultos contra la diputada socialista Margarita Nelken) y otros ideólogos y paniaguados al servicio de la 'Cruzada' de Franco.

El repaso de Álvarez Chillida a las cabezas visibles del antisemitismo en nuestra posguerra me ha devuelto a la memoria algunos nombres sepultados en ella de autores y obras que formaron parte de mis primeras lecturas: el del padre Tusquets -firme valedor de la autenticidad de Los Protocolos de los Sabios de Sión- y el del policía Mauricio Carlavilla, que, con el seudónimo de Mauricio Karl, amalgamaba en una misma masa tentacular y perversa a bolcheviques, masones y judíos, unidos todos en su sombrío propósito de destruir el catolicismo y 'chupar como vampiros sedientos... la sangre de España'.

Sin demorarme ahora en las páginas sobre el antisemitismo de Pío Baroja o de Benavente y en los escritos demagógicos de los Maeztu, Pemán, Eugenio Montes o César González Ruano, cuya lectura actual haría sonrojar incluso a algunos votantes de Le Pen (¡'conjura de las razas turbias contra la nobleza gótica'!), me referiré para terminar a las vicisitudes de la comunidad chueta mallorquina descendiente de conversos.

Pese a haber sufrido durante siglos el acoso de la Inquisición y luego de la tiranía de la opinión pública alentada por el clero de la isla, el núcleo duro de la misma, el de los 'quince apellidos' de la calle de la Platería -estudiado por vez primera por Miquel Forteza y G. Cortés en su obra Reconciliados y relajados. Inquisición en Mallorca (1488-1691)-, logró preservar su cohesión interna gracias a una endogamia casi sin grietas. Las medidas discriminatorias contra ella -que la convertían en un colectivo paria tan mal visto como el de los gitanos- se prolongaron hasta la década de los sesenta del pasado siglo, especialmente en algunos colegios religiosos y el cabildo catedralicio. Recuerdo muy bien mi sorpresa, por no decir estupor, cuando en 1948, año de mi ingreso en la Universidad de Barcelona, uno de mis condiscípulos, con quien simpaticé inmediatamente en razón de nuestro común agnosticismo y pasión literaria, me dijo con naturalidad, sin tinte de provocación alguna, que era judío: se apellidaba Cortés y su padre procedía de los chuetas de la calle de la Platería. No le pregunté si tenía rabo, como creían muchos cristianos viejos en las zonas rurales de la Península hasta hace menos de un siglo, pero me admiró, eso sí, nuestra insospechada similitud intelectual y moral. El fantasma judío de mis lecturas caseras se desvaneció al punto. No sabía aún que años después viviría durante cuatro décadas con la escritora francesa Monique Lange y que el círculo de mis amistades más íntimas se compondría mayoritariamente desde entonces de personas de origen musulmán y judío. ¡Ignoro todavía a estas alturas de mi vida si ello constituye un rasgo antiespañol propio de un expatriado voluntario como yo, o, al contrario, soterradamente español, conforme a la lectura de Américo Castro!

Islamofobia y antisionismo

En unos tiempos en que tras el ataque terrorista del 11-S y la política del actual Gobierno israelí en los territorios ocupados en la guerra de los Seis Días avivan a un tiempo la islamofobia y arabofobia en las sociedades occidentales y un antisionismo que deriva a veces hacia un antisemitismo más o menos explícito, debemos extremar nuestro cuidado para no confundir los términos de musulmán, islamista y terrorista ni achacar al judío el odioso apartheid impuesto por Sharon al pueblo palestino. El libro de Gonzalo Álvarez Chillida, como el de Eloy Martín Corrales, contribuyen de forma eficaz a la necesaria tarea de barrer prejuicios y evitar confusiones y equívocos de consecuencias eventualmente mortales.

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