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Columna
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Fraudes

Ese viejo país ineficiente del que habló Gil de Biedma; este país craquelado que todavía es uno (con permiso de Arzalluz), grande y libre (con permiso de Bush) sigue igual. No hay modo de cambiarlo. No hay modo de cambiarnos. Da igual vascos que fenicios que celtas. No tenemos arreglo o es el nuestro un arreglo difícil, largo y costoso, algo más que un retoque de chapa sobre la piel de toro. No creo demasiado en los pecados con denominación de origen. Creo que el género humano se parece bastante en su composición, en sus grandezas y sus iniquidades. El producto es el mismo, con algunas pequeñas diferencias de color y sabor: los mismos hombres con distintos collares, dioses y rentas. Pero todo parece indicar que, en nuestro caso, hay signos diferenciales evidentes, señas de identidad incuestionables. El Tribunal de Cuentas nos lo ha ratificado esta semana por enésima vez.

En cada esquina de este país hay un tonto y un sinvergüenza dispuestos a cruzar sus destinos.

Otra vez se destapa un fraude millonario. Los cursos de formación y reciclaje de trabajadores, pagados con el dinero del Inem, que es el de todos, se habían convertido en un gran lodazal: facturas falsas, clases de favor, alumnado fantasma, cursos sobrevalorados y un etcétera largo de irregularidades, pufos, tongos, cambalaches y fraudes. Alguien tendrá que devolver, nos dice el Tribunal de Cuentas mientras pide, por el amor de Dios, más transparencia en estos negociados, dos millones de euros. Pagarán los de siempre y alguien recibirá, como suele ser norma en estos casos, una amable patada hacia arriba. Somos un país de listos donde mandan los listos. Y los listos no ignoran que la precariedad ajena puede ser un filón inagotable.

En cada esquina un tonto y un sinvergüenza dispuestos a cruzar sus destinos. En cada vuelta del camino un chanchullo, mil trampas, cien enjuagues, un millón de favores debidos. Aportamos la figura del pícaro a la humanidad, la exportamos a América y al mundo. Esto lo sabe bien Bryce Echenique, que acaba de ganar el premio Planeta con la inestimada colaboración de quinientos incautos.

Lo de Alfredo Bryce Echenique es la muestra palmaria de hasta dónde se puede llegar en este nuevo siglo, tan cambalache como el anterior, cuando se trata de representar la vieja farsa, de poner en escena el viejo timo, de organizar el tongo sobre el cuadrilátero. Daba pena contemplar al autor de obras maestras como Un mundo para Julius o La vida exagerada de Martín Romaña mientras contaba su novela a una concurrencia que le observaba con una sonrisilla condescendiente y le paraba en seco con un salva destemplada de aplausos.

Nadie hubiese osado cortar la intervención de un político o un empresario como una periodista radiofónica cortó al ilustre escritor peruano, sin una brizna de respeto a sus canas o su obra. Definitivamente, la consideración social del escritor es nula. ¿Qué vale un escritor? Probablemente el monto del Planeta.

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