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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Una gaviota no hace verano

Marcos Ordóñez

Uno. ¡Qué impresionante obra maestra sigue siendo La gaviota! Chéjov buscó (y encontró) una nueva forma artística, liberando a su material de las reglas y servidumbres de la teatralidad superficial para impregnarlo de los ritmos y efectos (lenta erosión, imprevisibilidad, simultaneidad de lo cómico y lo dramático) de la verdadera vida. Una ejemplar tarea de extrema economía teatral, a caballo entre la esencialización de la poesía y un deliberado prosaísmo que actúa, casi alquímicamente, por contraste; un delicado juego de equilibrios entre lo vulgar y lo sublime, lo trivial y lo básico. Detectamos las semillas de la planta futura o el presagio de la detonación, y cuando la detonación se produce llega siempre contrapesada por una banalidad que la diluye en un contexto indiferente, en una doble operación que por un lado la rebaja, amputando cualquier grasa sentimentaloide o grandilocuente, y por otro intensifica, por contraste, su sentido.

Se comprende muy bien, pues, que La gaviota fuera en su momento escandalosamente malinterpretada. De entrada, Chéjov contraviene los sagrados preceptos de la dramaturgia: 'Quiero', escribió, 'comenzarla forte y acabarla pianissimo'. El forte corresponde a los tres primeros actos, que transcurren en apenas una semana; luego viene un lapso de dos años, y se cierra con el pianissimo del cuarto acto. No es la menor de sus audacias. Otras serían tomar un material cercano al melodrama romántico y desafiar las expectativas del público extirpando radicalmente sus morceaux de bravoure, casi todos en off: la historia de amor de Trigorin y Nina; la desastrosa carrera de ésta y la muerte de su hijo; el suicidio de Treplev. O desenfocar el supuesto 'tema' principal -la relación Nina/Treplev/Trigorin- por medio de una serie de personajes y escenas teóricamente laterales o 'de fondo', de diálogos como puntas de iceberg, en beneficio de la atmósfera de circularidad y la concepción coral de la pieza, como pinceladas de un vasto retablo impresionista o instrumentos musicales de una partitura en la que cada uno toca, a su manera, la misma canción; una canción que nos habla, con desesperado vitalismo, del paso del tiempo como aniquilador de ilusiones y esperanzas, de los pequeños egoísmos que detonan enormes catástrofes, de las oscilaciones del corazón y los malentendidos de la existencia; de, como decía el bolero, 'todo lo que pudo haber sido y no fue'. En La gaviota casi todo sucede en los intersticios y no hay héroes ni villanos claros, sino personajes que no escuchan y que han olvidado frente a otros que no quieren olvidar, o que escuchan en su interior demasiadas voces.

Dos. La gaviota que se ha presentado en el Albéniz, en una cuidada producción del Teatro de la Danza, es una propuesta más que digna pero, a mi juicio, insuficiente. Amelia Ochandiano, su directora, consigue que el texto fluya sin embarrancarse y logra mostrar con claridad las estrategias de Chéjov, dejando que el espectador saque sus propias conclusiones a partir de los actos de los personajes, pero se le escapa la modulación de ese tempo que ha de ser lento sin ser lánguido, que ha de producir la sensación de haberse detenido mientras en su interior se agitan continuas y renovadas turbulencias. Carme Elías, la mejor del reparto, es también la mejor dirigida, matizando las múltiples caras de Arkadina, una superviviente nata, luminosa y vulgar, maternal y manipuladora, lúcida y monstruosamente egoísta. Al Trigorin de Pedro Casablanc, en cambio, le falta definición -se ha esfumado la intensidad obsesiva del personaje, y ese poder de seducción que fascina a sus dos amantes- y le sobra blandura, algo sorprendente a tenor de su excelente trabajo en la serie Policías. Hay también un peligroso desequilibrio en el enfoque de los presuntos secundarios. A un lado tenemos a Jordi Dauder, un Dorn sobrio, duro y comprensivo; a Goizalde Núñez, una Masha clara y llena de sencilla verdad, y a Juan Antonio Quintana, un Sorin que a ratos parece querer calzarse el perfil de Rafael Alonso pero que resuelve su composición, un tanto externa, 'a la antigua', exhalando vulnerabilidad y toneladas de oficio. Por otra parte, Schamraev (Chema Mazo), Polina (Marta Fernández-Muro) y Medvedenko (Sergio Otegui) rozan la caricatura, y sus tonos, de puro coloquiales, bordean el casticismo, como si estuvieran en una obra de Arniches. Silvia Abascal (Nina) y Roberto Enríquez (Treplev) se enfrentan, como suele suceder, al más alto envite de Chéjov. Son personajes de dificilísima resolución, porque exigen intérpretes que han de ser muy jóvenes y poseer, al mismo tiempo, una extrema habilidad técnica, especialmente en el cuarto acto, un auténtico despeñadero del que muy pocos logran salir indemnes. Así, Treplev ha de romperse interiormente ante nuestros ojos, devastado por varios golpes sucesivos, el último de los cuales es el patético retorno de Nina, sin apenas texto para expresar su caída y trabajando 'en plano general', mientras que ella ha de transmitir su desolación de golpe y en un monólogo endiablado que en sí mismo es una alucinada representación de heroína romántica, algo así como la Bovary zambulléndose en el personaje que la ha llevado a la ruina. Para decirlo brevemente, Roberto Enríquez y Silvia Abascal, dos actores con sensibilidad pero sin excesiva hondura, apenas logran ir más allá de la melancolía de dos amantes separados por la vida. Con todo, y a la espera de ver el Paris 1940 de Flotats la semana próxima, me atrevería a decir que esta Gaviota es uno de los mejores empeños de la actual cartelera madrileña.

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