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Columna
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¿Hacia los Balcanes?

Ciertamente, no es la primera vez que, en nuestros anales políticos recientes, alguien invoca las convulsiones balcánicas como espantajo o como proyectil descalificador. Cuando, hace poco más de una década, el nacionalismo catalán tuvo uno de sus cíclicos e inocuos repuntes de autodeterminismo verbal, el entonces primer secretario del PSC, Raimon Obiols, evocó con gesto grave la imagen balcánica de 'trenes llenos de refugiados' si se persistía en cultivar tan peligrosas veleidades... Por aquellas mismas calendas de 1991, el incombustible Julio Anguita se opuso enérgicamente al reconocimiento de las independencias de Eslovenia y Croacia..., y lo razonó con la tesis de que no se debían dar ejemplos, estímulos ni esperanzas a Euskadi o a Cataluña.

Por tanto, la referencia peyorativa al viejo 'polvorín de Europa' no es nueva, pero adquiere otra repercusión cuando es el presidente del Gobierno quien denuncia -primero en Bilbao, después en Barcelona- que Ibarretxe y los suyos 'están dispuestos a poner rumbo a los Balcanes, que es adonde quieren ir'. Entonces, el mensaje halla eco hasta en la más alta jerarquía militar, e incluso el sobrio Rodrigo Rato se agarra a él para sentenciar que 'la propuesta de Ibarretxe convertiría al País Vasco en Albania'. ¿Exageración? ¿Demagogia? En todo caso, lo alarmante de la metáfora y la seriedad del contexto en el que se inserta invitan a vencer la tentación del déjà vu y a examinar con algún detenimiento si acaso existen, en la España de hoy, trazas, señales, presagios de un escenario como el que ensangrentó el espacio yugoslavo durante la última década del siglo XX.

Y sí, preciso es reconocer que algunos indicios hay. Por ejemplo, frente al hecho constatable de que, tras cinco lustros de Constitución, los que Manuel Vázquez Montalbán llama con acierto 'nacionalismos aplazados' no terminan de sentirse cómodos en el marco vigente, estamos asistiendo a una ofensiva general del nacionalismo dominante -demográfica, territorial, cultural y políticamente dominante-, esto es, del nacionalismo español; una ofensiva que no deja de presentar ciertas analogías con la recrudescencia del nacionalismo gran-serbio en la Yugoslavia postitista. Salvadas las distancias, ¿a qué responde el inopinado homenaje a la bandera española que se instauró en la madrileña plaza de Colón el pasado día 2, con su parafernalia militar, su derroche textil y su impudor retórico? Pues responde a la misma lógica que, desde 1987, llevó a las autoridades serbias a impulsar, frente a las demandas albano-kosovares de mayor autogobierno, aquellas grandes concentraciones patrióticas en Kosovo Polje, de las que Slobodan Milosevic extrajo la fuerza impulsora para su irresistible ascenso y el combustible emocional que incendiaría la región.

¿Y con qué riman las alusiones del ministro Federico Trillo, en la ceremonia citada, al 'orgullo de tener una lengua, de pertenecer a una tierra, de compartir una sangre, unos sueños y unos recuerdos históricos'? ¿O esa otra joya del mismo orfebre, según el cual 'en la España actual, el ruido de tanques es el ruido del Estado democrático'? Pues riman con la multitud de memorandos académicos y discursos belicosos que, a partir de 1986, intoxicaron a la opinión pública serbia con delirios victimistas y ensueños recentralizadores. Siendo la Yugoslavia de entonces igual que la España de hoy Estados plurilingües y plurinacionales, Estados identitariamente complejos, tales discursos resultan tan torpes aquí como lo eran allí, aun cuando no produzcan -esperémoslo- los mismos efectos.

Y es que, en esta clase de asuntos, las palabras y los gestos hacen estragos siempre antes que las balas. En el caso de la desintegración de Yugoslavia, el baño de sangre que comenzó en 1991 se había visto precedido por una escalada verbal que, desde Belgrado, describía a los partidarios de las secesiones eslovena y croata -sobre todo, esta última- como fascistas y genocidas, o a los líderes bosniomusulmanes como fundamentalistas islámicos sedientos de sangre cristiana; sin esa previa deshumanización del adversario no se explicarían los horrores de Vukovar o de Srebrenica. Es el mismo mecanismo que obliga a los asesinos de ETA, antes de disparar contra sus víctimas, a tildarlas de 'fascistas': necesitan anestesiarse la conciencia.

Demostrada, pues, la peligrosidad de la palabrería en según qué negocios, da grima asistir a la espiral demonizadora contra el Partido Nacionalista Vasco, contra el Gobierno de Ibarretxe y contra la propuesta soberanista de éste por parte del poder central y de sus adláteres: insensatos, miserables, excluyentes, sectarios, fanáticos, iluminados, traidores a la causa democrática, filoetarras... ¿Y esa ingeniosa alusión al modelo irlandés para sugerir de nuevo la suspensión de la autonomía de Euskadi?

Pero hay algo más inquietante aún, que el escenario español de hoy comparte con el yugoslavo de hace 12 años, y es el afán del nacionalismo más fuerte por destruir los puentes, por cegar las terceras vías, por descalificar a los intermediarios posibles, por buscar un choque frontal del que cuenta con salir vencedor: en el país balcánico, apenas el titismo sin Tito devino inviable, Milosevic se apresuró a eliminar a quienes apostaban por una reforma de la federación en sentido confederal que, tal vez, hubiese mantenido juntas a las distintas repúblicas; aquí, el PP y su Gobierno execran a los partidarios de una evolución federal del Estado autonómico, de una reforma constitucional; el ministro Arenas acusa a Maragall -el peor de esos infiltrados- de 'estar más cerca del PNV que del PSOE' y el señor Jiménez de Parga carga contra 'los tibios'.

No, la implosión yugoslava no fue una lucha maniquea entre ángeles y demonios, pero el principal foco centrífugo estuvo en Belgrado, no en Zagreb ni en Liubliana. Convendría que el señor Aznar y otros balcanólogos de ocasión no lo olvidasen.

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