¿Qué globalizar? ¡Globalizarlo todo!
Cómpreme usted el tractor y la cosechadora (de última tecnología, para competir en los mercados internacionales), que yo me encargaré de que sus chirimoyas no se vendan dentro de mis fronteras. No contamine y ensucie el planeta que ya me ocuparé yo de hacerlo. Déjeme proteger a mis ciudadanos de la inseguridad que produce el terrorismo internacional porque de la suya, la inseguridad y el terrorismo ajeno, no se ocupan las agencias internacionales.
Ésto podría ser, de forma caricaturesca, lo que para algunos gigantes de la escena mundial significa globalizar. Los EE UU tienen una de las agriculturas más protegidas del mundo (junto con la UE) e incumple el protocolo de Kioto. De los derechos humanos sólo se ocupa si afectan a los habitantes de la isla de Manhattan. El poder del Banco Mundial y del FMI está en manos formalmente de siete países -pero sólo uno manda-, que eligen a sus directores, los mismos que toman las decisiones en la Organización Mundial del Comercio.
Necesitamos otras instituciones internacionales. Europa debe liderar otra forma de gobierno mundial, lejos del bilateralismo con el que algunos países actúan, y alternativa del unilateralismo creciente de Estados Unidos que no quiere aliados sino palmeros que justifiquen su hegemonía.
Michael Ignatieff, de la Escuela de Estudios Gubernamentales John F. Kennedy en Harvard, se ha preguntado si tras el 11 de septiembre la era de los derechos humanos ha llegado a su fin. Mary Robinson, alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, contesta que no. Pero la ratificación universal del Estatuto de la Corte Penal Internacional espera el turno de firma de algún gran país. Si las democracias más maduras de la tierra dan mal ejemplo los regímenes dictatoriales considerarán que pueden continuar con sus políticas represivas. Parece necesario reconocer la íntima conexión entre desarrollo económico, derechos humanos, democracia y seguridad. El miedo objetivo de los neoyorquinos es exactamente igual al de los palestinos, los judíos o los más de tres millones de personas asesinadas en los conflictos de la República Democrática del Congo.
El informe sobre desarrollo humano hecho público a finales de julio pasado por la ONU asegura que las diferencias entre los países pobres, casi todos, y los de la primera clase, un selecto club de 30, no hacen sino aumentar. El impresionante dato de que sólo el 1% de la población mundial posee tanto como el 57% restante debería conmover a más de uno. Y llevarlo a reflexionar. Pero la ayuda oficial del mundo rico es el 0,25% del PIB cuando ¡en 1970! la ONU acordó el 0,7. Y en la reciente reunión de la FAO celebrada en Roma, en la que se trató de la lucha contra el hambre, el cavaliere Berlusconi acabó anticipadamente las sesiones... para ver el fútbol.
Como dice el viejo refrán un motivo adicional -y egoísta- para interesarnos por esta cuestión lo daría el dicho de que 'la pobreza en cualquier parte del mundo es un peligro para la prosperidad en todas partes'. No quiero insistir -se ha hecho tanto ya- sobre las causas últimas de los brutales asesinatos del 11 de septiembre. Pero recuerdo ahora aquella frase de origen cristiano de 'si quieres la paz trabaja por la justicia'. Pues eso.
Y mientras, las agencias internacionales recetan políticas para otros países que se han desechado en los más desarrollados. Argentina se vio obligada por el FMI a aplicar con matrícula de honor la privatización de su sistema público de Seguridad Social y a recortar un 10% el gasto social, algo imposible en las sociedades europeas. En Asia lo único que fue capaz de hacer el FMI fue acabar de hundir a los países afectados y conseguir un gravísimo contagio en cadena para salvar a los prestamistas occidentales. Y Rusia es un laboratorio explosivo donde mafias, corrupción, un Estado que no funciona y una economía incipiente de mercado no acaba de cuajar. En Rusia se urgió la privatización y la liberalización sin haber creado ni el marco jurídico necesario -las famosas reglas del juego- ni el marco cultural adecuado. Es la aplicación mecanicista de la ideología de esos bolcheviques del liberalismo que son los economistas del FMI. Se aplica un manual -de ideología, dogmas e intereses creados lo califican algunos-, escrito en Washington que quiere servir para todos los países del planeta, salvo para los Estados Unidos.
Pero cuando alguien como Stiglitz, con un currículum impresionante, se subleva contra la pésima forma en la que llevan los poderosos la globalización hay que escuchar. Stiglitz es Premio Nobel de Economía, fue economista jefe y vicepresidente del Banco Mundial, es catedrático de la Universidad de Columbia (Nueva York) y presidió el Comité de Asesores Económicos de Clinton. Y ha escrito un libro de extraordinaria actualidad, traducido al catalán y al castellano, Globalization and its discontent, que presentó, aplaudido por el prestigioso Círculo de Empresarios de Barcelona el pasado mes de mayo. Stiglitz fue el invitado de honor de las jornadas de Caixa Manresa sobre Los horizontes de la globalización, celebradas en la localidad de Sant Fruitós de Bages y cerró su estancia en tierras catalanas con su investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Barcelona.
No se trata, pues, de aquel joven radical que encontró una espantosa muerte en las revueltas de Génova, o de los extremistas de Seattle. Hay que escuchar sus críticas. Y éstas son básicamente tres: la noción fundamentalista de mercado; la importancia del ritmo de las reformas recomendadas por el FMI a los países menos desarrollados (el tiempo, y la secuencia, lo son todo), y la necesidad de recuperar la política. Una conclusión rápida sería que la globalización alberga grandes potencialidades y puede ser beneficiosa para todos, pero está pésimamente gobernada.
El orden y la seguridad se han convertido en una prioridad absoluta para algunos grandes países. Puede haber una restricción de la democracia y de los derechos civiles. La globalización no es una cuestión exclusivamente económica, ni siquiera financiera, debe ser un proceso que se asiente en instituciones, en extensión del bienestar y de la educación, en respeto al medio ambiente, que fije su mirada en los más pobres y que se asiente en todo caso en la democracia. Toca ya la urgente reforma de las instituciones que de alguna manera se ocupan del gobierno mundial, abriéndolas a todos los países y alejándolas de un peligroso unilateralismo que ya demostró su fracaso en otros períodos imperiales de la historia mundial. ¿El imperio contraataca?
Tirso Luis Irure Rocher es doctor en Ciencias Económicas y profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Valencia.
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