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Columna
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El largo ardor

La religiosidad de los políticos no incide en nuestras vidas, a menos que, como sucede con el alcalde de Madrid, nos haga pagar las procesiones, pero se ha extendido la sospecha de que es cosa distinta la condición de fiel devoto de san Josemaría, a quien Dios vino a ver en Madrid, por lo que está escrito en las paredes de la catedral de la Almudena, para hacerle el encargo de su fundación, honrándose así divinamente a esta Villa con tal providencial elección. Gracias, Dios. Y no creo que sus políticos devotos vayan a coincidir hoy con otros no tan creyentes en la lectura laica de Teresa de Ávila, a la que se reserva desde hace tiempo este 15 de octubre en el santoral, y que además de ser más local en lo andariego, y por eso más municipal y autonómica, tiene una obra escrita con otros mimbres.

Es posible que uno sea un antiguo, pero conforta comprobar cómo aquella heredera de judíos conversos era mucho más moderna que el cura de Barbastro, y por su escritura enormemente más espiritual e inteligente. Y no es que los recuerde ahora por la santidad del uno o del otro, que no es lo que parece que en Madrid sea lo que interese más en general, y menos entre los políticos, desde que ambos pasaron por aquí hasta nuestros días, aunque ya circule un grueso libro sobre Escrivá y su piadosa relación con esta nuestra capital del poder que lo vio nacer para el cielo.

Tampoco los recuerdo ahora por el género, sino por la manera de afrontar su trabajo el uno y el otro, el cura y la monja, lo que los distingue con muchos matices, pero no por su sexo. El cura hacía prosélitos, con sus ademanes de melindrero, que es en lo que parece que trabajan algunos de los hombres públicos que se sienten más cerca de él, y la monja miraba a la vida con campechanía, y se disponía, no sin embelesos místicos, a resolverla, que es algo que la acerca a los que desde la sociedad civil la miran con más simpatía. Fuere como fuere, al menos la monja nos dejó sus textos excelentes; también el otro los dejó, pero no hace falta que pasen siglos para comparar sus maneras de mirar la vida y, sobre todo, sus calidades literarias, un abismo entre ellas. La santa era aguerrida, como conviene a quien emprenda cualquier batalla de gestión, aunque sólo sea municipal y terrena. Él era ambicioso, y no descarto que la ambición sea aconsejable a un munícipe, pero habrá que administrarla, digo yo, con otro equilibrio si no se persigue sólo la gloria personal, ya sea la de los altares o alguna más efímera. Toda esta prédica no trata de separar por cofradías a los candidatos a la alcaldía de Madrid, y mucho menos implicar a ninguno de ellos en la facción de san Josemaría o en la más vetusta de Teresa, a la que sí pertenecía Juan de la Cruz, quien escribió aquello que pudiera ser de utilidad para nuestros candidatos: 'Salí sin ser notada, / estando ya mi casa sosegada'. A nuestros políticos se les ve desaforados y es posible que el sosiego, desaconsejado en la sociedad del frenesí, no les resulte conveniente en la brega electoral, pero a los electores sí: tanta fanfarria a destiempo es más ruidosa que el botellón.

No es que uno les recomiende la mansedumbre de Zapatero en su primer estilo, mansedumbre de santoral hasta que aprendió a enfadarse, pero sí una graduación del coraje que nos permita conocer sus capacidades como emprendedores antes que como arpías, que fue esto en lo que se empeñó la princesa de Éboli con Teresa de Jesús y en lo que se le vieron también a la santa los rejos que tenía.

No es Gallardón alguien que se distinga por parecido alguno a la de Éboli, pero es evidente que ha desdibujado su imagen, por ejemplo, con el hecho de aprovechar el error de IU en Euskadi, condenado ya por sus compañeros federales, para meter el miedo en el cuerpo sobre una posible alianza de la izquierda con una nueva versión de 'que vienen los rojos'. A mí me pareció que la que hacía suyo el temperamento de la de Éboli era Trinidad Jiménez al decir que Gallardón es peor que Aznar. Y no es que me haya convencido de eso, por lo difícil que tiene Gallardón superar a su jefe en talante tan propio, pero sí pensé que le había salido el que yo no esperaba y que en eso alguna razón asistía a su contrincante. Todo mitin calienta la lengua, pero si esta precampaña va a ser de tanta duración como las de esos países subdesarrollados en los que no bien acaban una contienda ya están en la siguiente, será preciso que gradúen lo mismo el sosiego que el ardor para que el riesgo de la tontería sea el mínimo.

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