Rifle o Dios
En Washington hay un ser que posee un arma de alta precisión y se cree Dios porque puede disponer de la vida humana con sólo apretar el gatillo. No se trata del presidente de Estados Unidos, que también tiene ese don, sino de un loco que mata inocentes de forma indiscriminada con un rifle de mira telescópica. Cuando caiga en manos de la policía, se verá que sólo era un pobre diablo con buena puntería. Si se cree Dios es porque su torcida voluntad comparte con la omnipotencia divina alguna de sus propiedades: se siente inalcanzable y ejerce su ira invisible contra unos enemigos que elige según conviene a su vanidad e interés. No se trata de George Bush, ya digo, aunque el francotirador de Washington viva a su lado , pero en cierto modo este loco del rifle es una parodia del poder absoluto y representa el espíritu del mal en sí mismo. En la Biblia también está el Dios de la misericordia y la gente sencilla suele asimilar su bondad al sabor de un potaje, a la belleza de un paisaje, a la sonrisa de un niño, a los dorados frutos de los árboles en cuyas ramas ríe a carcajadas la inocencia feliz de los monos. Hay una clase de poetas locos , como Walt Whitman, que hace anidar a ese Dios sensible y desarmado en el corazón de la hierba. Pero en el Antiguo Testamento campa igualmente a sus anchas un Yahvé poseído por la mala conciencia de haber creado el mundo demasiado deprisa, sin volver la cabeza para comprobar la calidad de la obra y de haber modelado el barro humano con el dedo gordo del pie, tan a la ligera; por eso a continuación ha dedicado el largo domingo de las esferas a borrar ese engendro uno a uno con un arma de alta precisión que es la muerte o a aniquilarlo en masa con otros ingenios de acero. Ese es el Dios cuya cólera gratuita no aplacan los salmos, al que suplantan los asesinos para justificar la propia maldad. El francotirador de la carta de tarot ha creado un terror religioso en los alrededores de la Casa Blanca. La amenaza difusa que sentían las hormigas de la historia ante Yahvé o ante el emperador Diocleciano es el mismo que se experimenta en los candados de Washington ante el asesino de la furgoneta. En cualquier momento el libre tirador cometerá un error o, saciada su vanidad y deslumbrado por el mal, se hará un último homenaje volándose el cráneo. Entonces la policía informará al mundo del motivo de su maldad. Ni siquiera le había dejado la novia. Todo sucedió porque cuando tenía cinco años sus padres se negaron a comprarle aquel triciclo que tanto le gustaba.
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