Un refugio para el turismo familiar
El clima suave de Águilas invita a un baño la mayor parte del año
No pilla de camino a ninguna parte. Ni es bocado para cualquiera. Hay que tener paladar cardenalicio para gustar la belleza áspera y recóndita de aquel litoral. Un paraje semidesértico, casi africano, donde los cielos y los colores alcanzan la pureza de lo zen. Presumen de tener, en los cerros de Calnegre, el secarral que menos lluvia recibe de toda la Península. 'Aquí no llueve nunca, sólo de noche, y en verano, estrellas', dejó escrito Salvador Jiménez, que es de la tierra. La parte positiva: uno puede bañarse en pleno invierno sin echarle excesivo valor.
El paisaje es un filtro, y no es de extrañar que congregue a espíritus selectos. De hecho, una suerte de atavismo ilustrado o poso genético ha modulado el devenir de Águilas. Puede que alguien se acuerde aún de aquel Premio Águilas de novela, que dio que hablar lo suyo en los pasados años setenta. Un episodio novelero que no fue cosa del Demonio Meridiano, o del azar. Basta echar una ojeada al casino local -preciosa muestra de aquellos ateneos de tapadillo de la España cantonal y conspiratoria- para darse cuenta de que la onda venía de lejos. De hecho, la fundación misma de Águilas se debe a un gesto ilustrado de los ministros de Carlos III, el conde de Aranda y, sobre todo, Floridablanca (que era murciano); para dar salida a los frutos de la vega, proyectaron a escuadra una ciudad portuaria que vino a terminarse hacia 1780. Una cuadrícula perfecta, bien defendida por un fuerte que sustituía al viejo castillo roquero, y en el cual dispusieron 20 cañones y una guarnición de 100 soldados; se llamó Fortaleza de San Juan de las Águilas.
No es del todo exacto decir que aquél fuera el nacimiento de Águilas. El fortín llevaba allí siglos. El geógrafo árabe El Idrissi lo menciona como 'peñón de las águilas'. Y tanto Carlos I como su hijo Felipe lo hicieron reforzar y artillar, para prevenir los sustos de corsarios y berberiscos. Pero es seguro que el bastión estaba allí desde antes incluso de los romanos, tal vez desde tiempos cartagineses. Y, por supuesto, hubo siempre una pequeña población acogida a su amparo.
De los romanos quedan restos por la zona. En la isla del Fraile, sus huellas han dado pábulo a ténebres fantasías; de allí se han sacado, entre otros pecios, ánforas donde envasaban aquel preciado ketchup de la antigüedad que llamaban garum. También son romanas las termas descubiertas en pleno casco urbano; las exhumó, en 1787, el abad de Lorca, identificando el lugar con la ciudad tartésica de Urci. Estos baños romanos se pueden visitar como museo.
La pesca nunca fue milagrosa precisamente, así que se hizo lo que se pudo con el esparto, las alcaparras o el tomate. Hubo un momento de cierta euforia. A finales del siglo XIX, los ingleses se interesaron por el hierro del interior almeriense, y la Compañía Británica de Ferrocarriles del Sureste tendió una línea para sacar el mineral al puerto de Águilas; en 1903 se inauguraba el cargadero de El Hornillo, con un sistema revolucionario para la época; allí sigue, jubilado en playa. Los ingleses tenían su propia capilla y cementerio, y añadieron unas gotas de temple al talante ya de por sí liberal de Águilas. Y lo más importante: dejaron pasión por el fútbol. Como en Huelva, en las minas de Riotinto; dicen los de allí que el Recreativo de Huelva es el primer club de fútbol de España; dicen los de aquí que El Rubial fue el primer campo de fútbol que se inauguró en este país, en 1897. Hasta hay un Museo del Fútbol Aguileño.
Hablar de un talante ilustrado, liberal o flemático para distinguir al paisanaje es de nuevo encarrilarse por la senda de las buenas intenciones, más que de la realidad. Hoy día, los estrategas ilustrados y los sportmen británicos han pasado a la heráldica del recuerdo. Lo que anegan las calles rectilíneas de Águilas, además de veraneantes lorquinos y madrileños en chancletas, son las chilabas magrebíes, trenzas subsaharianas y moños caribeños, como en todas partes. La diosa Fortuna, a diferencia de las deidades orientales, sólo tiene dos brazos, y dos tiende a su ilustre pupila: plásticos y turismo. Bajo plásticos maduran tomates y lechugas. El turismo, por su parte, ha estado hasta ahora algo apagado -si por apagado se entiende que en estío la población se quintuplique, pasando de unos escasos 26.000 vecinos a más de 150.000 en horas punta de agosto-. Pero es turismo doméstico, de veraneo familiar, de toda la vida; no hay infraestructura hotelera, y sólo ahora se están cociendo proyectos de cierta envergadura.
Mar para surfistas y regatistas
Para lo cual ayuda mucho el propio litoral. Este verano de 2002, cinco playas urbanas fueron distinguidas con bandera azul. El mar no es por aquí tan soso y mansurrón como en La Manga, sino que se embravece con olas que hacen disfrutar como enanos a surfistas y regatistas, al tiempo que en las calas se serena tibiamente. Y la autoridad competente, regional o municipal, hace también lo que puede. Por ejemplo, declarar parque regional costero a la zona de Cabo Cope-Calnegre, por el norte, o paisaje natural a la zona de Cuatro Calas, por el sur. No hay mucho monumento que ver por aquí, como no sean los relacionados con el mar: torres vigía y fortalezas, como la torre de Cope o el castillo de San Juan de los Terrenos, ambos restaurados recientemente. El mar es también el que mantiene la llama del fervor ilustrado. La Universidad Internacional del Mar (de la Universidad de Murcia) imparte cursos y conferencias en Águilas durante todo el mes de septiembre. Y la concejalía de Turismo, para no ser menos, patrocina cursos de talasoterapia, en mitad de la playa. Y además, gratis.
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