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LA CRÓNICA
Columna
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Buzonero, ¡se te va a caer el pelo!

Coloco en mi portal un adhesivo en el que pone que no se acepta propaganda, en virtud del artículo 203 de la Ordenanza de Medio Ambiente Urbano del Ayuntamiento de Barcelona. Los ciudadanos que tengamos ese cartel en la puerta, u otro donde se indique que no queremos correo comercial, podremos emprender medidas legales contra las empresas delincuentes que nos llenen los buzones. (No se hagan ilusiones: la propaganda electoral está exenta de la normativa). Los adhesivos se pueden conseguir en las sedes de distrito o en el Centro de Recursos Barcelona Sostenible. Es ahí donde llamo para preguntar si, una vez colocado el aviso, puedo denunciar ya a las empresas infractoras. Me explican que lo tengo bastante crudo. 'Es difícil demostrar que alguien te ha dejado publicidad', me explican. Pregunto si lo conseguiré en caso de pasarme una jornada en la calle, haciendo guardia en una silla de camping y fotografiando a los infractores. '¿En serio, harás eso?', se asombran. Haré lo que sea con tal de perder de vista las tarjetas que me envía Sílvia Riera Amorós, interesada, de toda la vida, en comprar un piso en esta finca (que pagaría al contado).

Me instalo en la silla, con los prismáticos. Paso la mañana bajo la lluvia dándole conversación al vendedor de cupones. Cuatro horas más tarde tengo fotos de siete delincuentes. Sus técnicas para la fechoría, por cierto, resultan despreciables: consiguen que se les abra la puerta diciendo que son el cartero del banco. Al terminar guardo los bártulos, recolecto los kilos de propaganda ilegal del buzón, recojo del suelo mi correspondencia pisoteada (por culpa de la propaganda, no cabe en el receptáculo) y, ya en casa, empiezo a llamar, uno por uno, a los teléfonos que constan en los anuncios. En primer lugar, marco el número 902 200 124 de Casex, 'cases amb estil i personalitat pròpia'. Me atiende Graciela. 'He recibido su propaganda', le explico. Graciela se anima: '¡Sí! Dígame'. 'Pero en mi buzón hay un cartel en el que dice que no acepto correo comercial, según la Ordenanza de Medio Ambiente Urbano, artículo 203. Llamo para comunicarles que les voy a denunciar'. Pausa. 'A ver, un momento, ¿eh?'. Me deja colgada 5 minutos, 40 segundos y 12 décimas. Al cabo de la espera, me repite, ya de tú: 'A ver, dime'. Le expongo mi caso, de nuevo y, con hastío, recita: '¡Pues mira! ¿Qué quieres que te diga? Denúncianos, oye. Entiéndeme, los que reparten son críos... Si quieres denunciar a unos críos...'. (¿Críos? Eso me preocupa. No me gustaría que Casex se dedicara a la explotación infantil). 'Pero serán mayores de edad...', observo. '¡Sí, sí, sí! ¡Por supuesto!', se defiende, recelosa. 'Claro, claro. ¡Todos tienen 18 años!'. Le respondo que entonces, como trabajadores responsables, aunque no sepan leer, deben estar avisados de esta nueva ley. 'Ah ¡Pues mira qué bien! ¿Qué quieres que te diga? Si me dices tu calle y tu número, me lo apunto. Nunca hemos tenido problemas. El chico que lleva a estos niños es abogado. Nunca se nos han quejado. Perdona un momento'. Me vuelve a dejar. Al cabo de 2 minutos y 12 segundos se pone otra vez: 'A ver', y respira ruidosamente. 'Dame tu dirección'. Le digo que mi dirección es cualquiera en la que haya un cartel donde ponga que no se acepta publicidad. Hace una pausa larga, de esas del teatro de Ibsen. 'Mira... Si me dices de dónde llamas, se lo paso al chico y no te volverá a suceder, y si no, pues tú misma'. Cuelgo, descuelgo y llamo tres veces a Sílvia Riera Amorós porque me ha dejado tres tarjetas. Las tres veces Sílvia no está. No está nunca (creo que es un ente), pero sus compañeras me dicen, con retintín y como si yo estuviera loca: 'Vale, pues no te preocupes que ya le pasaremos nota a Sílvia ¿eh? Ale, adiós, adiós'. Después le toca el turno a Puertas Guinardó, 'puertas de interior, blindadas y complementos, clásicas, de diseño, lacadas y modernas'. Me saluda una señora que, una vez he expuesto mi queja, pasa a tratarme de tú: '¡Ay, cariño!', me reprende, '¿Pero tan delito es?'. Le explico que por culpa de su anuncio, mi correspondencia cae al suelo. 'Mira, cariño... Es que yo no soy abogada y no sé de leyes, cariño...'. 'Ya, pero he puesto un aviso en el que se lee que no queremos publicidad'. 'A ver, cariño. Como seres humanos, si tenemos que ir con la pistola por una cosa así... ¡Así se hacen las guerras! Así se hacen las guerras, ¿eh, cariño? Pareces muy joven para empezar así... ¿Cuántos años tienes? ¡Adiós!'. Y me cuelga.

Ahora trato de llamar a Viajes Apolo, que me ha dejado anuncios de La fiesta del Jamonazo. La fiesta incluye: 'Un viaje en autocar, magnífico desayuno, presentación de la colección Reylan 2002 [a saber lo que es], visita a un lugar típico de interés [tampoco especifica cuál], gran menú con escudella barrechada (sic), sorteo sorpresa y baile de sobremesa en vivo'. (Es una fiesta de nivel. Normalmente, lo que es 'en vivo' es sólo la orquesta). Les llamo muchas veces, pero no están nunca. Aprovecho esta página para decirles que, como temo que si paso por su sede social en la calle de Indústria tampoco estén, sean tan amables de venir a recuperar, lo más rápidamente posible, su papelito de 15 por 30 centímetros que, mal colocado como está, obtura mi buzón.

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