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Columna
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Lengua y academia

Si cualquiera de estos días, leyésemos que los miembros de la Real Academia Española se habían reunido para discutir sobre su salario, no daríamos ningún crédito a la noticia. Es más, la rechazaríamos de inmediato, preguntándonos de dónde habría salido un rumor tan burdo y malintencionado. Sin embargo, nos parece natural que la Acadèmia Valenciana de la Llengua dedique la mayor parte de su tiempo a tratar sobre este asunto, del que los diarios informan con frecuencia.

El prestigio de la Real Academia, su trayectoria, nos llevan a dudar ante una noticia semejante. En cambio, al carecer de cualquier crédito la Acadèmia Valenciana de la Llengua, no nos extraña que la discusión sobre los honorarios sea el tema de mayor relevancia en sus sesiones. Viendo las actuaciones realizadas hasta ahora por los señores académicos, uno se atrevería a pensar que su fuerte es la contabilidad, muy por encima de la filología.

No pretendo afirmar que todas las personas que trabajan en la Acadèmia Valenciana de la Llengua sientan idéntica pasión por el dinero. El juicio no sería justo. En diversas ocasiones, varios de sus miembros han expresado públicamente su malestar por la forma en que se abordaban las cuestiones económicas. Por desgracia para la imagen pública de la institución, estas personas están en minoría y poco pueden hacer, más allá de formular sus quejas. De modo que los valencianos nos quedamos con la sospecha de que lo realmente importante en la Acadèmia, lo que les ha llevado a figurar en ella a sus miembros, es el estipendio, por encima de cualquier otra cosa.

No era preciso poseer dotes de adivino para presumir que aquellos magníficos sueldos ofertados por el Gobierno traerían estos lodos. Aquí, como en tantos otros asuntos, se menospreció la inteligencia de Eduardo Zaplana. Su innegable conocimiento del espíritu humano, de sus flaquezas, le permitieron resolver la situación de la manera más favorable para sus intereses. El desprestigio de la Acadèmia Valenciana de la Llengua se inicia el mismo día en que sus miembros aceptan ponerse en nómina, y abdican de su independencia. La cuestión no tendría mayor importancia si se tratara de un asunto individual. Pero el descrédito de la Acadèmia no afecta únicamente a sus miembros, sino, sobre todo, a la lengua que la institución representa. Esto es lo que percibe la sociedad. Si yo fuera un enemigo del valenciano, no hubiera urdido un plan mejor para desprestigiarlo.

Ahora, de lo que se trata es de saber si el valenciano podrá sobrevivir a la Acadèmia de la Llengua. La situación es difícil. Y no sólo por la propia actuación de Acadèmia. Para que estas cosas vayan adelante, para que se impongan, se precisa una sociedad civil fuerte, con convicciones profundas, bien arraigadas. Y, sinceramente, esa sociedad yo no la veo por ningún lado. Es posible que quienes viven en la ciudad de Valencia tengan noticias de ella y puedan desmentir mis afirmaciones. Me alegraría de que así fuera. Desde luego, puedo asegurarles a estas personas que quienes habitamos en la periferia no la hemos visto jamás. Miramos a nuestro alrededor y la única sociedad medianamente organizada que vemos es la empresarial; estos señores sí que tienen unos objetivos muy concretos y con unos plazos bastante precisos. Y eso es, precisamente, lo que les falta a quienes reivindican la lengua y el país.

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