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LA CRÓNICA
Columna
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La Europa de los desencuentros

Monika Zgustova

Un joven persigue el paraíso. Huye de la civilización con su novia porque comprende a los animales mejor que a las personas y cuida con ternura a sus cerdos. Llamado por la patria al servicio militar, el joven intentará huir de la soledad que le proporciona la compañía del hombre institucionalizado. Sus perseguidores le matan a tiros. La película rumana, Última parada: el paraíso, de 1998, nos ha envuelto a todos en la atmósfera de dramático desencanto que se vive en la Rumania de hoy. Nos hemos reunido en Girona, en el cine Truffaut, esa simpática sala sin uso comercial, para conversar sobre la ampliación de la Unión Europea hacia el centro y el este de Europa en el marco de un ciclo de conferencias organizado por la Fundació Universitat de Girona y el Patronat Català Pro Europa. Tanto los ponentes como el público, catalán y centroeuropeo, están de acuerdo en que un desencanto parecido al que muestra la película oprime actualmente a todos los países que sufrieron el antiguo régimen comunista al adoptar la democracia y la economía de mercado de tipo occidental.

¿Cuáles son las causas de ese desencanto? El hundimiento repentino de las viejas estructuras económicas y el vacío legal han posibilitado el acceso a las nuevas fuentes de riqueza y poder económico a los más avezados representantes del antiguo aparato comunista. En poco ha mejorado la vida cotidiana de los ciudadanos, que no han visto realizarse ninguno de los sueños que alimentaron con la llegada de la libertad. Así se expresan ponentes y público en un intento de apresurado diagnóstico. Los ponentes y el público catalán expresan también sus temores más que sus ilusiones ante ese gran reto europeo que es la incorporación en la estructura europea, en 2004, de 10 nuevos Estados miembros: Polonia, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Chipre y Malta. Alguien entre el público expone el ya conocido temor de que la subvención a los países menos desarrollados pueda reducir la ayuda económica que recibe España. Una señora añade: 'Y ¿si nos llega un flujo de gente más especializada y mejor preparada que nosotros?'. Un estudiante rumano le contesta, por cierto en un catalán impecable: 'Pues, ¡a espabilarse! ¡A prepararse ustedes también!'.

Es la una de la madrugada, y no levantamos la tertulia, sino que la trasladamos al restaurante Le Bistrot. Uno de los tertulianos habla del olvido de Occidente respecto a los países del centro y el este de Europa. 'El muro de Berlín ha caído, pero se ha levantado otra muralla que separa ambas Europas, la muralla de la indiferencia', dice. 'Ahora somos los occidentales quienes obstaculizamos la entrada de los de más allá del muro a nuestro imperio, y para entrar en él y formar parte de la UE, ponemos unas condiciones draconianas'. Una mujer cita la película Blanco: 'En ella, el director polaco Kieslowski afirma de manera clara e incluso dura que no hay igualdad entre un hombre occidental y otro del este, y por ahora no puede haberla. En Occidente, el del este se siente inferior'.

Al día siguiente, asisto a una discusión parecida en Barcelona. La escritora polaca Olga Tokarczuk presenta en la FNAC de L'Illa su novela Un lloc anomenat Antany, publicada en catalán por Proa y en castellano por Lumen. Tras saborear las cuestiones puramente literarias, el debate da un giro irremediable hacia los asuntos más candentes: la aceptación en Occidente de aquella Europa que hasta hace una década fue secuestrada por la Unión Soviética.

La novelista polaca, becada para escribir un libro en Alemania, confiesa su pesadumbre, su disgusto, ante el hecho de que en Alemania, la historia del siglo XX de la otra Europa sea una perfecta desconocida. Entonces el lingüista y traductor polaco Jerzy Slawomirski expresa su temor ante las trágicas incomprensiones entre una y otra parte de Europa. Hace una enfática referencia a la indulgencia asimétrica con la cual los intelectuales occidentales han tratado al comunismo en comparación con el nazismo, y teme que esa injusta e inmerecida benignidad con el comunismo comporte que la entrada de los nuevos países en la EU sea traumática.

Mientras nos sentamos en un café tras la presentación, permanecemos callados; somos conscientes, como lo fuimos el día anterior en Girona, de que europeos occidentales y europeos del este nos conocemos muy poco, y que las experiencias del doloroso siglo XX en muchos países todavía siguen vivas. Los centroeuropeos presentes en la velada manifiestan de distintas maneras sus heridas del nazismo, del comunismo o de ambos. Vividas en propia carne o a través de sus padres, están lejos de cicatrizar: los horrores del siglo XX siguen quizá más vivos en aquella otra Europa. Todos los presentes nos preguntamos qué hacer para superar esa situación y proseguir la difícil construcción de la Europa común. En mi mente resuenan las palabras de una de las participantes de Girona: '¿Seremos capaces, los occidentales, de entender las aparentes contradicciones y paradojas de aquel mundo que también es el nuestro, europeo, pero que ha tenido un desarrollo político y social distinto?'.

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