El quiosco
El quiosquero monta guardia en su garita, estratégicamente situada en un ángulo de la plaza, camuflado entre muros de papel cuché, desde el amanecer hasta el ocaso. Su quiosco con alas desplegables se ha ido transformando con los años y ahora parece un bazar de todo a cien, todo a un euro, o un árbol de Navidad cuajado de regalos, ofertas y promociones de revistas y diarios, fascículos coleccionables con sus correspondientes muestras adosadas, ositos de peluche, muñequitas de porcelana y muñecos guerreros, piezas sueltas de maquetas de trenes, barcos o aviones, sellos, monedas, condecoraciones, miniaturas diversas, pañuelos, perfumes, broches, pendientes, juegos de cama y de mesa, y por supuesto deuvedés, vídeos y disquetes
El quiosquero se asoma a la plaza y atiende a su fiel y variopinta clientela a través de un ventanuco cada vez más pequeño, su cabeza enmarcada como un objeto más entre la abigarrada parafernalia. Desbordado por la insaciable vorágine del merchandising, el quiosquero se siente víctima de una conspiración fraguada en altas y misteriosas instancias, una conjura que pretende barrer de las aceras a los quioscos de prensa, en la primera fase de una operación de más calado que tiene como objetivo acabar con la prensa misma.
La táctica empleada con los quioscos es maquiavélica y repajolera, la vieja táctica futbolística del achique de espacios; abrumados por la multitud de objetos no periodísticos asociados al soporte prensa y bombeados sobre sus estanterías, sistemática y periódicamente, se supone que los quiosqueros terminarán renunciando, rindiendo sus pequeñas ciudadelas ante la imposibilidad de almacenar y exhibir tanto material, envasado en envoltorios cada vez más aparatosos, en sus cubículos.
El quiosquero de la plaza, hombre reflexivo e irónico, cree percibir una escalada sutil en el tamaño de los regalos envenenados y las promociones irresistibles y aventura que dentro de poco empezarán a llegarle fascículos con ruedas y piezas de motor de la enciclopedia del bricolaje del automóvil, segmentos de mástil para fabricarse un balandro en la terraza, o paneles sintéticos para montarle una caseta al perro, cortesía del Gran Libro de las Mascotas. 'Espero', dice, 'que no empiecen a traerme animales vivos para hacer una granja, por ahí si que no paso'.
Los enemigos en la sombra del papel impreso, afirman que se trata de una especie en vías de extinción y auguran un futuro de pantallas y móviles, de ciudadanos conectados y atrapados en una misma red, recibiendo e intercambiando mensajes continuamente a mayor gloria y beneficio de las compañías de telecomunicación.
Según ellos, ya falta poco para que alumbre ese día magnífico en el que todos los ciudadanos se informen de lo que quieran informarles sus respectivas empresas de telefonía y lean El Quijote o el último best seller en la pantalla de su móvil.
A esta raza de agoreros pertenecían los que dieron por contados los días del teatro cuando nació el cine y los del cine cuando surgió la televisión, el vídeo no mató a la estrella de la radio y los quioscos siguen siendo faros de ilustración y foros de debate, moderados por el enclaustrado quiosquero, cuando las portadas de los diarios coinciden en la catástrofe, la guerra o el escándalo y los lectores se detienen bajo el toldo o la marquesina y se embeben a crédito en la primera página mientras buscan en sus bolsillos las monedas.
En el quiosco se escuchan las primeras impresiones, los comentarios espontáneos que afloran a los labios sin el filtro de la voluntad y que se irán matizando, o enconando en los sucesivos corrillos, según avanza la mañana. A los siempre apresurados clientes de primera hora que mascullaron sus comentarios sobre la marcha, camino del estacionamiento o del metro, les seguirán más tarde jubilados cargados de experiencia y sobrados de tiempo, amigos de pontificar frente a la tribuna del quiosquero, árbitro también en las discusiones deportivas o en las últimas peripecias de los mimados de la Fama, caprichosa y efímera.
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