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Columna
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El círculo vicioso

Creo que fue Ionesco, y pido disculpas si me equivoco, el que dijo que si cogemos un círculo y lo acariciamos, se convertirá en un círculo vicioso. Pues bien, en este país llevamos demasiado tiempo acariciando, mimando y haciéndole carantoñas a círculos y problemas. No podemos sorprendernos de que ahora aparezcan los vicios políticos, en forma de conflictos, pasiones y símbolos.

Los símbolos sólo son racionales para lingüistas y matemáticos, porque los utilizan como formas vacías. Pero los símbolos sociales, abarrotados de contenido, no llaman a la puerta de la racionalidad ciudadana, se encaminan directamente a las emociones y los afectos. Son como cápsulas explosivas para controlar la conducta ciega, producen una regresión del comportamiento a etapas más primitivas y radicalizan la conducta social. Cuando uno las toma, con o sin receta y casi siempre con toda ingenuidad, ya no puedes hacer otra cosa más que elegir entre posturas extremas, bandera sí o bandera no, buenos o malos, salvadores o enemigos.

Las democracias procuran no recurrir excesivamente a los símbolos, prefieren utilizar el negocio. Al fin y al cabo, la peseta o el euro se puede repartir entre varios, la mitad para mí y la otra para ti o un tercio tuyo, si te pones muy pesado. La democracia descubrió en la negociación la mejor fórmula para resolver conflictos. Por el contrario, el símbolo es el recurso de los políticos incompetentes, porque cuando no consiguen solucionar un problema y lo convierten en un círculo vicioso, entonces lo desplazan hacia la población en forma de símbolos. Ya no hay problema, ahora sólo tenemos conflictos.

Las Torres Gemelas, con mayúscula, se convirtieron en un símbolo y, desde entonces, los símbolos recorren nuestras sociedades como fantasmas. Por supuesto que hay principios intocables, no se puede negar fácilmente y a la ligera, pero son eso, algo a lo que casi nunca hay que recurrir porque siempre está muy lejano. El resto es siempre negociación. Ya sé que resulta chocante y casi desagradable que, por ejemplo, los conflictos familiares se resuelvan por vía judicial, cosa que está ocurriendo cada día con más frecuencia. Pero sería peor que se solucionaran por el procedimiento de Verdi en La fuerza del destino, con el honor por delante y la espada por detrás.

Tendremos que hacerlo nosotros, los ciudadanos. Necesitamos limpiar el ambiente de símbolos, apartarnos de ellos como viejos miasmas del pasado. Las sociedades abiertas producen modas, nuevas costumbres y estilos pasajeros más que cualquier otra cosa. Al fin y al cabo, las modas nos las contagia el de al lado, mientras que los símbolos vienen impuestos desde arriba. Los nacionalismos, por abiertos que sean y de cualquier signo político, arrastran siempre el problema de que prefieren la tradición a la moda y los símbolos más que la negociación. Es un problema que todavía tienen que resolver.

En términos generales, estoy dispuesto a aceptar el pulpo como animal doméstico si eso facilita la continuación del juego democrático, pero me resisto a admitir al león rampante como principio. Todo consiste en negociar, en negociar hasta el aburrimiento, una de las sensaciones más dulces de la democracia.

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