De generaciones
DESDE 1898 sabemos que colarse en una generación o en un grupo literario es una manera muy eficaz de entrar en la historia de la literatura. El invento, si ha sido amarrado con buenos anclajes teóricos, siempre contará con el beneplácito de los periodistas culturales, los críticos de periódico y los catedráticos de universidad, que necesitan estas categorías artificiales para sistematizar la información y para dotar de sentido a una historia, la de la literatura, que guarda poca relación con el discurso lineal y coherente de las humanidades. A la gente además le tranquiliza que después de la generación del 98 venga la del 27, y que a continuación estalle como siempre la guerra civil.
Hoy, sin embargo, las generaciones literarias están de capa caída. Lo más parecido a un grupo literario se formó por última vez alrededor de Juan Benet, y tuvo en la calle de Pisuerga de Madrid, domicilio del ingeniero, el legendario punto de encuentro con que toda agrupación cultural debe contar. Los poetas, más proclives siempre que los novelistas a formar bandos y a pelear entre ellos, son un caso aparte. Por las mismas fechas de Benet y Pisuerga salían al mercado los Novísimos. Luego vinieron los Venecianos, y hoy siguen formando grupos, cuyos miembros mantienen entre sí rivalidades estéticas y personales. Los prosistas son más sobrios. Aunque los nuevos escritores mantienen entre ellos, y con otros escritores de más edad, relaciones profesionales y amistosas de diferente intensidad, no se trata en estos casos de simpatías nacidas en el seno de un grupo ni alrededor de un maestro, sino más bien de contactos individuales. Las tertulias de renombre, los círculos con afinidades estéticas y las reuniones de acólitos en casa del sacerdote han desaparecido. El escepticismo y la vejez prematura parecen haberse apoderado en los últimos años de los escritores más recientes, que ya no redactan como hacían antes las generaciones manifiestos incendiarios, ni adoptan posiciones de rebeldía. Para hacerlo se necesita una dosis de ingenuidad y entusiasmo de la que carecen quienes rondan hoy los cuarenta años. Jugar hoy a vanguardistas produce un cierto sonrojo, y prefieren quedarse en casa a escribir. En esta renuncia voluntaria a la sobreactuación y a la creación de una generación literaria hay, además de pereza, un gesto de honestidad. Tal y como están las cosas, nada sería más práctico y oportuno que la invención de una Generación Literaria del Año 2000, en la que con un poquito de buena voluntad por parte de escritores y críticos cabrían todos los nacidos en los años sesenta. Los medios se apropiarían de la marca y no habría panorama de la literatura actual que ignorase a ninguno de ellos.
Pero el individualismo de estos escritores se compadece mal con el culto a la personalidad del maestro aglutinante que requiere la formación de un grupo, y tampoco existe un enemigo estético o político contra el que asociarse. Además, en los últimos años el mercantilismo ha impregnado con su zafiedad todas las facetas de la vida. Los escritores ya no se ven a sí mismos como posibles integrantes de una corriente determinada, sino como competidores dentro del festín cultural. Esta salvaje irrupción del capitalismo podría al menos haber provocado una resurrección del sindicalismo, pero ni por esas. La aversión de las nuevas generaciones de prosistas a todo tipo de agrupaciones es tal, que ni siquiera en estas circunstancias tan favorables veré realizado mi viejo anhelo: un poderoso sindicato de escritores que se ocupe de establecer tarifas mínimas, de exigir una ley de control de tirada, y de pedir para la propiedad intelectual los mismos derechos de transmisión y herencia de que goza la propiedad inmobiliaria. Ah, y una Seguridad Social de Tramas, Temas y Argumentos con aportaciones de todos los narradores en activo, un fondo común del que los escritores menos afortunados, o los que atraviesan una mala racha, pudieran extraer legalmente ideas, personajes y párrafos enteros sin necesidad de recurrir a la sordidez del plagio.
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