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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

666 años después del día que se inició la modernidad

Rafael Argullol

Al mostrarse sorprendido por la espectacular presencia de los paisajes montañosos en la poesía y la pintura de su época, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer recuerda la repulsión de las generaciones anteriores ante dichos paisajes, mencionando, como ejemplo, una deliciosa carta de su madre Johanna -perspicaz escritora ella misma- en la que se relata cómo las damas, al viajar por las cercanías de los Alpes, cerraban pudorosamente las cortinillas de sus carruajes para evitar la contemplación de cumbres tan desmesuradas. La generación de Schopenhauer, por contra, ama furiosamente tal desmesura, con su sublimidad y su melancolía, y el cuadro de su contemporáneo Caspar David Friedrich El viajero sobre el mar de nubes es casi un manifiesto a este respecto.

Insinúa la interrogación de Galileo y la pasión de Bruno: el hombre a la conquista de sí mismo mediante la conquista del mundo que le rodea

Pero la sorpresa de Schopenhauer no era nada gratuita puesto que, pese a lo ocurrido en los dos últimos siglos -en los que finalmente casi todo ha sido convertido en deporte-, el arte europeo había vivido al margen de las escaladas, reales si exceptuamos ciertos exilios ascéticos que, en cualquier caso, preferían los desiertos y los bosques. En su texto Civilización, Kenneth Clark, tras señalar los solitarios paseos de Leonardo da Vinci y Pieter Brueghel por los Alpes en busca de fondos pictóricos, concluye que 'durante más de dos mil años de civilización no se había visto en las montañas más que un estorbo'.

Completamente acertada o no

esta conclusión, lo cierto es que el propio Clark reconoce una excepción de enorme importancia: la escalada de Francesco Petrarca al Mont Ventoux el 26 de abril de 1336, fecha que, si hubiera la obligación de hacerlo, yo citaría como la del nacimiento de lo que tan confusamente hemos llamado modernidad (el Museo Artium de Álava ha tenido el acierto de publicar el escrito de Petrarca en una cuidada edición cuando recientemente se han cumplido los 666 años -¡sensacional cifra!- de aquella célebre ascensión).

La carta de Petrarca 'A Dionigi da Borgo San Sepolcro', en la que narra su aventura, es extraordinaria desde muchas perspectivas pero es decisiva al apuntar, creo que una de las primeras veces, el balanceo permanente del hombre moderno entre el 'mundo exterior' y el 'mundo interior' en todos los órdenes de la existencia. Petrarca arranca con una frase que, aún hoy, puede observarse como una declaración de principios sobre lo que será la curiosidad estética y científica del futuro: 'Hoy, llevado sólo por el deseo de ver la extraordinaria altura del lugar, he subido al monte más alto de esta región'. Ahí están, comprimidas, las culturas renacentista e ilustración y la exploración moderna de la ciencia.

Sin embargo, tras unas páginas admirables en las que Petrarca enlaza con sumo refinamiento la descripción física con la consideración moral, cuando el lector quizá espera una reflexión más minuciosa sobre los hermosos paisajes que le rodean, el poeta toscano se inclina por un brusco viraje que le lleva a abrir, supuestamente al azar, su libro favorito, que siempre lleva consigo, las Confesiones de san Agustín. Su lectura le llena de turbación: 'Y van los hombres a admirar las cumbres de las montañas y las enormes olas del mar y los amplísimos cursos de los ríos y la inmensidad del océano y las órbitas de las estrellas, y se olvidan de sí mismos'.

Como viajero sobre el mar de nubes ('las nubes estaban bajo nuestros pies'), Petrarca se ha extasiado con los horizontes de la Provenza, con el Ródano fluyendo a sus pies y con el 'mar que azota Aigües Mortes'; incluso ha llegado a evocar las cumbres de los Pirineos que no puede vislumbrar por la 'debilidad de la vista de los mortales'. Desde aquel mirador privilegiado ha intuido la inmensidad del espacio celeste y, al dejar atrás los límites medievales, ha sentido más amor que temor. En su mirada prodigiosa se insinúa ya la interrogación de Galileo y la pasión de Bruno, aquello que con posterioridad la ciencia moderna ha impulsado hasta fronteras que, siempre con una mezcla de satisfacción e incertidumbre, no nos atrevemos a dibujar: el hombre a la conquista de sí mismo mediante la conquista del mundo que le rodea.

El descenso del Mont Ventoux

está dominado por el silencio, sin que en ningún momento Petrarca dirija la palabra a sus compañeros de travesía. Tras la exaltación, el repliegue; tras la excursión a la cumbre de la montaña, la incursión en las propias profundidades; tras el universo exterior, el interior. Petrarca, no sólo desde luego en esta carta sino en muchos de sus escritos, expresa una nueva tensión; genuinamente moderna, entre el conocimiento que nos proporciona nuestra curiosidad y el tumultuoso saber que emana de nuestra inquietud.

Me atrevería a proponer una crónica simbólica de lo que ha sido la época moderna a través de los pensamientos que se suceden en la mente de Petrarca durante su itinerario: la poderosa ilusión de la subida al monte; el gozo de la cumbre, con su afirmación de la fuerza espiritual que conduce las mejores acciones humanas; la silenciosa melancolía del descenso, cuando se agolpan en su cerebro el miedo y la duda, el sentimiento del vacío y el fulgor de una visión que abarca horizontes desconocidos. Nuestra propia época, aparentemente ciega ante sus desgarros, o simplemente aterrorizada ante la mera posibilidad de adivinarse en el espejo, debería recuperar esa portentosa guía de viajes.

En ella no hay fácil esperanza ni, tampoco, fácil desesperación. Petrarca desprecia la ley de la trinchera pero desaconseja asimismo el camino del precipicio; y no quiere elegir entre razón o pasión porque quiere, si no conciliar, abrazar una y otra. Naturalmente que Petrarca acaba preguntándose por el alma, pero para él, creo, el alma es este abrazo, y ya no el alambicado producto de las inquisiciones teológicas. Los que ahora sienten la obligación o el placer de hacerse una pregunta semejante no llegarán, seguramente, a percepciones muy distintas. Es para ellos que el prudente y en ocasiones pesimista Petrarca es espléndidamente optimista cuando cita a Ovidio: 'Querer es poco; para alcanzarlo tienes que desear'.

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