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Columna
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Defensa del dolor

Juan Urbano era único, como todo el mundo. Dependiendo de las circunstancias, de la salud y de su estado de ánimo, sentía la alegría, la tristeza, la incertidumbre, el miedo o el dolor de cualquiera y, lo mismo que cualquiera, las sentía como si fuesen sensaciones privadas, cosas que jamás existieron antes de él y que, de hecho, resultaban impensables fuera de él. Para Juan, esos momentos de euforia o depresión eran la verdad, ni más ni menos que la pura verdad.

-El sufrimiento rompe las máscaras, solía decir, lo pone todo en su sitio. Basta con que te sientas mal para que se acabe el resto del mundo y los intereses se diluyan, las pequeñas batallas pierdan sentido. Qué más da todo.

Desde luego, Juan no se sentía bien y su moral estaba más deteriorada que el turbante de Bin Laden. Aquella mañana había ingresado en un hospital con dolores muy agudos y al día siguiente le iban a meter en un quirófano para quitarle la vesícula.

-Hay que ver, se decía, lo que cambia la historia de un día para otro; ayer parecía un tipo muy listo y hoy estoy comiendo sopa sin sal y llevo uno de esos camisones verdes que te dejan el culo al aire. Y ni siquiera sé qué demonios es la vesícula.

Las ciudades son también eso que le ocurría a Juan Urbano, son enfermedad, gente que sangra, que lleva una venda, que tiene oscuras pesadillas en la cama de un hospital. Sin embargo, parece como si toda la sociedad se hubiese puesto de acuerdo para negarlo, para esconder el sufrimiento detrás de esa apariencia indestructible de las cosas, de este mundo emboscado en la publicidad, oculto tras las leyes del comercio y la política. No pasa nada, todo va bien, enciendan el televisor y gasten su dinero con alegría.

Las ciudades no están pensadas, ni mucho menos, para la gente enferma: las calles no tienen rampas suficientes para los que van en sillas de ruedas; los semáforos no dan tiempo a cruzar a las personas con problemas físicos; las aceras son en muchos puntos estrechas e intransitables; a veces no hay asientos bastantes ni en las consultas de los ambulatorios... Muchos políticos, incluso, hablan de la sanidad pública como si fuera un asunto menor, permiten que se cierren hospitales, hablan con una ligereza inaudita de los experimentos con embriones o mienten con respecto a las listas de espera. Qué barbaridad. Deberían nombrar ministra a alguien que sepa de qué va el asunto, a una de esas enfermeras angelicales, por ejemplo, que tratan con abnegación y cariño a los pacientes, Dios las bendiga, y seguro que todo iba mejor.

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¿Han pensado esas ministras tan listas, sanas y prepotentes lo que significa para las personas que padecen Alzheimer o diabetes su firme decisión de prohibir los tratamientos con células madre embrionarias?

Yo podría darle una pista: mi padre, que murió hace unos meses, fue diabético más de treinta años y, antes de que su mal lo devorase por completo, primero se quedó ciego -antes de cumplir los cincuenta-, luego le cortaron una pierna, más tarde le amputaron la otra, su hígado y su corazón resultaron dañados...

Y, en cuanto a lo otro, ¿han pensado lo que son las listas de espera? Una persona, por lo general una persona que ha pagado quince, treinta o cuarenta años sus cuotas de la Seguridad Social, tiene un dolor horrible, está asustada, se siente morir y lo que le dicen es: pásese por aquí dentro de cinco meses y, hasta entonces, siga sintiendo dolor, siga asustado, siga sintiéndose morir. No sé qué piensan algunos políticos cuando hablan, ni siquiera estoy seguro de si piensan algo.

Juan Urbano meditaba acerca de todo eso mientras su dolor se adueñaba de él, lo convertía en un pequeño satélite deshabitado que giraba alrededor de su piedra en la vesícula. 'Hay que hacer visibles estas cosas, para qué tanto ocultarlo', pensó. 'Ya lo dice Dante: 'Acordaos a tiempo de mi dolor'.

El enfermo de al lado tampoco parecía estar pasándolo bien. Ni los de las otras habitaciones, las UCI y salas de espera del hospital. Toda esa gente. Eso también es la ciudad, o incluso mucho más que también.

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