_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Racismo y bicicleta

El domingo 22 se celebró en Madrid el Día de la Bicicleta. Pasan siempre por delante de mi casa y, hasta ahora, cuando necesito cruzar de acera para comprar el periódico y desayunar, intento, con moderado éxito, vadear el ancho río de deportistas que pedalean con aplicado entusiasmo. O casi toda, porque he asistido a discretos abandonos. Gente de cualquier condición y edad, la mayoría vistiendo el atuendo de los profesionales. Más hombres que mujeres, estadística que habrá que nivelar en el futuro, por eso de la igualdad de oportunidades. Muchos niños y niñas, escoltados por los papás. Gordas y gordos, flacos, tripudos, esbeltos dándole a los músculos gemelos con noble instinto emulador y la cumplida satisfacción de circular libremente por las calles del circuito. Le he cogido el truco a la carrera y aprovecho ocasionales claros en el apretado fluir para saltar al otro lado. La primera vez pagué la condición bisoña buscando un paso subterráneo para franquear la humana y circulante serpentina humana. A salvo en la acera que me corresponde, me quedo un rato contemplando el polícromo cortejo, confieso que con secreta envidia. Sé montar en bici, dando por cierto que es algo que no se olvida jamás, aunque dudo que cometa la insania de intentarlo.

Vi ancianos, calvos y con barba, matronas entradas en carnes, jadeantes tras coronar la subida de la calle de Génova desde Colón; alegres grupitos de amigos que se reían unos de otros, muchachas de grupa canónica, robustas y peludas pantorrillas varoniles, trenzas colegiales al viento. Pero, al menos durante el buen rato que permanecí contemplando el espectáculo, no vi un solo negro; ni chino, coreano o similar. Supongo que aún no poseen bicicleta y quizá debiera serles facilitada por algún organismo, gubernamental o no. ¡Bicis para todos!

Creo firmemente que los inmigrantes son personas cuyos derechos no pueden ser puestos en duda ni en discusión. Sus deberes parecen algo más diluidos, pero lo cierto es que están ahí y su presencia se ha hecho notar antes en otros países, de los que deberíamos tomar los ejemplos oportunos. No puedo citar, sin censurarlo, el comportamiento de una amiga, residente en una ciudad del sur de Francia, que se ha ido a vivir a la Costa Brava de Girona bajo el pretexto de que su casa estaba rodeada de habitantes argelinos, que formaron parte de la nación francesa, gente como Zinedine Zidane, para entendernos. Me consta que no hacían nada; salido el sol, se recostaban en la fachada de sus viviendas -facilitadas por el Estado- y dejaban transcurrir pacíficamente las horas sin dar golpe.

Mucho más avanzados, o en otro estadio, se encuentran los que han llegado a las islas Británicas, cuya política progresista ayuda a digerir los restos del vasto Imperio. En un reciente y fugaz viaje a Inglaterra, escuché variados comentarios al respecto. No es literalmente cierto que si se tira un ladrillo a las espaldas le dé a un indio o un paquistaní, pero su presencia es notoria. Están justamente tutelados por la antigua potencia opresora y disfrutan de vivienda, pensión suficiente y los beneficios de la Seguridad Social. Además se cuida, se mima incluso, cualquier alusión que pudiera dañar la más remota susceptibilidad. En casa de mi hija y anfitriona -que vive en un delicioso pueblo al norte de Londres- hojeé el volumen de una autora que he leído con fruición, un título que me era desconocido. Pretendí informarme, por si fuera una obra póstuma. Se llama ... y no quedó ninguno. Lo conocía porque es una de las obras más famosas de Agatha Christie, bajo la denominación Diez negritos. La prolífica novelista parte de un cuento infantil popular que comenzaba: 'Había diez negritos en una isla...'. Iban desapareciendo, uno a uno, por causa de sus pecados o debilidades. La señora Christie imaginó diez estatuillas de negritos y un argumento detectivesco que exterminaba a las diez personas allí reunidas. Inútil buscar esta curiosa narración por el antiguo nombre. No me podía creer que la obra hubiera sido censurada, ya que he perdido entrenamiento. Requerimos el veredicto de la bibliotecaria local, que confirmó -mirando suspicazmente alrededor- que el antiguo título había sido considerado poco correcto, pues podría herir la sensibilidad de las personas de aquella etnia. No sé si en Gran Bretaña celebran el Día de la Bicicleta. Seguro que participarían en notable número gentes de todos los colores. No como aquí.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_