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Crónica:NUESTRA ÉPOCA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Gulag y nazismo

Timothy Garton Ash

Como si fuera un equipo local de críquet que de pronto hubiera decidido formar un círculo de autocrítica maoísta, la Inglaterra literaria y periodística se ha lanzado a un debate curiosamente propio del continente. ¿Cuál era, dicen, la postura de este jugador a propósito del Gulag? Y este otro: ¿veía la Unión Soviética como un caso de capitalismo de Estado o un Estado de los trabajadores distorsionado?

Es profundamente característico del Reino Unido que un gran debate histórico que, en Francia e Italia, comenzó hace cinco años con la publicación de un voluminoso Libro negro del comunismo, haya surgido, en este caso, por las reflexiones autobiográficas de un famoso novelista de la metrópoli -Martin Amis, hijo del novelista Kingsley Amis- sobre el pasado comunista de su padre y el pasado de su mejor amigo, periodista, en el trotskismo. En cualquier caso, vayamos en tren o vayamos en moto, es importante haber llegado a este punto.

La camarera de un restaurante llamado KGB y que iba vestida de espía me dijo que era Stalin cuando le pregunté qué rango tenía en el servicio. Es impensable un local parecido con el nombre de Gestapo
La asimetría de indulgencia es más drástica con Mao, durante cuyo régimen murieron 65 millones de los 95 millones de víctimas del comunismo
Entre las actitudes occidentales respecto al nazismo y el comunismo hay lo que el escritor Ferdinand Mount ha llamado 'asimetría de indulgencia'

¿Cuál es el tema del debate? En primer lugar, nuestra memoria colectiva del siglo XX. Entre las actitudes occidentales respecto al nazismo y el comunismo hay, desde hace mucho tiempo, lo que el escritor británico Ferdinand Mount ha llamado acertadamente una 'asimetría de indulgencia'. Hace unos años cené, en Copenhague, en un restaurante llamado KGB. Cuando le pregunté a la camarera -vestida con uniforme falso del KGB- qué rango tenía, me contestó: 'Pues soy Stalin'. Es difícil imaginar un local de moda con el nombre de Gestapo. Así que no está mal que recordemos nombres como Kolyma, Vorkuta o Butykri, y no los usemos nunca a la ligera.

Esa asimetría de indulgencia es todavía más drástica en relación con Mao, durante cuyo régimen murieron -según los cálculos del Libro negro- aproximadamente 65 millones de los 95 millones de víctimas del comunismo en general. Sin embargo, sigue estando bien visto tener colgado en la pared el famoso retrato del presidente Mao que hizo Warhol. Ya sé que el retrato es irónico; ¿pero alguien tendría expuesto un retrato equivalente de Hitler?

Con esto llegamos a la segunda parte del debate, que aborda la equivalencia moral. ¿Fue tan malo el comunismo como el nazismo? Los intelectuales franceses y alemanes llevan años discutiéndolo. La mejor respuesta es la que dio el cronista por excelencia del terror soviético, Robert Conquest, al decir sencillamente que, a él, el Holocausto le parece peor. Desde un punto de vista racional, tal vez sea difícil explicar exactamente por qué es peor proponerse exterminar a toda una raza que a toda una clase, pero es cierto que el Holocausto parece peor. Además, la diferencia también tiene que ver con las intenciones. El comunismo, en principio, era una idea noble y emancipadora, el ideal de un mundo mejor, abierto por igual a todos los seres humanos. El nazismo nunca fue eso. Claro que el camino al infierno -y, en este caso, fue literal- está empedrado de buenas intenciones.

Supongo que nuestros distintos sentimientos están relacionados, sobre todo, con la gente a la que conocemos. Algunos de mis mejores amigos son ex comunistas. De verdad. Es más, muchos amigos míos son ex comunistas, si asumimos una interpretación más amplia e idealista del término. Son antiguos miembros del partido que acabaron siendo disidentes, como el filósofo polaco Leszek Kolakowski, o veteranos del 68 en Gran Bretaña y Europa continental. Conocemos a esas personas. Sabemos sus motivos. Conocemos su fibra moral. En cambio, aunque he pasado mucho tiempo en Alemania, no se me ocurre un solo amigo que sea un antiguo nazi, es decir, un seguidor del nazismo que tuviera entonces más de 16 años, digamos. El viejo y noble ex comunista, sí. (Pienso en Rudy Bernstein, coautor de la Carta de la Libertad del ANC, que murió hace poco en su hogar de exiliado, en Gran Bretaña). ¿Un viejo y noble ex nazi? Pues la verdad es que no.

La foto de Fischer

Ahora bien, sobre todo, la polémica trata de lo que toda una generación -aproximadamente, todos los que adquirieron conciencia política entre 1965 y 1975- hizo, dijo y pensó sobre el comunismo o el socialismo en los años sesenta y setenta. También en este aspecto tenemos una variante muy inglesa de lo que podríamos llamar el debate del 68. En Alemania, lo que lo desencadenó hace unos años fue la publicación de una fotografía del ministro de Exteriores, Joschka Fischer, golpeando a un policía en una refriega callejera como militante de extrema izquierda, a principios de los setenta. En Inglaterra, lo que se discute es quién dijo qué a quién en los pasillos del New Statesman, un semanario de izquierdas londinense.

Sin embargo, el primer mandamiento en todos los casos es el mismo: cada opinión es individual. En este sentido, una biografía no es un mal punto de partida, después de todo. Por ejemplo, me parece una maledicencia absurdamente frívola que Martin Amis se pregunte en voz alta cómo es posible que el poeta y ex trotskista James Fenton 'pudiera alinearse con un sistema para el que la literatura estaba al servicio del Estado'. ¿Dónde, cuándo, cómo? El periodista y antiguo trotskista Christopher Hitchens, al que Amis también critica, se ha defendido. El reproche de Amis está mal dirigido. Acusar a antiguos trotskistas de haber sido blandos con el estalinismo es como acusar a los luteranos de amar al Papa.

Aun así, la defensa de Hitchens tiene un pequeño truco semántico que puede aprovecharse para fomentar más debate: su insistencia en señalar todo el tiempo al estalinismo en vez de hablar del comunismo, por las buenas. Esa distinción puede implicar dos cosas: 1) que las cosas habrían podido ir mucho mejor con Trotsky, o incluso si Lenin hubiera vivido más tiempo, y 2) que el comunismo podría haber salido bien después de la muerte de Stalin. La primera, por supuesto, es indemostrable. (Por si sirve de algo, Robert Conquest me dice que, en su opinión, la Unión Soviética se podría haber desintegrado antes con Trotsky; ¿pero de verdad es eso lo que querían los trotskistas?). A la segunda hipótesis se puede responder: 'Estuvo a punto de ser verdad, con el socialismo de rostro humano de Dubcek'. Pero lo que triunfó en Praga, en 1989, no fue un socialismo de rostro humano como el del 68, aunque a Dubcek se le concediera simbólicamente un lugar de honor.

Desde luego, la esperanza de que podía existir ese socialismo de rostro humano fue una ilusión que contribuyó a que Gorbachov estuviera dispuesto a dejar que los reformistas de Europa del Este emprendieran su propia vía en el año 1989. Pero no dejó de ser una ilusión. Una cosa es decir que el comunismo, en principio, era un ideal noble, y otra, muy distinta, que fuera posible en la práctica un sistema de comunismo humano. Yo creo, como Leszek Kolakowski, que hablar de comunismo democrático es como hablar de bolas de nieve fritas.

Además de este aspecto, el debate debe abordar lo que las personas que vivieron el 68 pensaron, dijeron e hicieron, no sólo a propósito de la Unión Soviética o Alemania del Este, sino también sobre China, Irlanda del Norte, Cuba o Vietnam. La adhesión a la violencia revolucionaria o de liberación será un punto especialmente delicado. Pero la discusión no debe limitarse a los que entonces se encontraban en la izquierda o la extrema izquierda. Recordemos, por ejemplo, lo que el conservador británico sir Edward Heath, en consonancia con Richard Nixon o Henry Kissinger, decía sobre la China de Mao.

El debate en el Reino Unido no será nunca tan encarnizado como en países que tuvieron partidos comunistas fuertes. En este sentido, nuestra polémica es a las de Francia e Italia o Alemania lo que el críquet es a las luchas callejeras. No obstante, en el Reino Unido -como en el continente-, la generación del 68 es la que ocupa ahora el poder. Unos cuantos ejercicios de memoria no le vendrán mal a un partido gobernante que lleva muchos años renegando de su propio pasado.

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