Un mortal aburrimiento
Mi ordenador se ha convertido, desde hace unas semanas, en un ser moral. Todos los días vierte sobre mis intereses, preferencias, actos y contactos electrónicos, juicios de valor y opiniones que emulan los dogmas inamovibles que impartían mis limitados profesores de colegio franquista. A aquellos pobres profesores puedes, al cabo de los años, acabar entendiéndolos -y hasta perdonarlos- al situarlos en su contexto generacional. En cambio, ¿quién puede entender o justificar los juicios morales y los dogmas de un aparato electrónico, por más que también se mida en generaciones?
Teóricamente, un ordenador no es un ser humano. Aunque, al igual que los jóvenes de hoy no pueden ni imaginar cómo algunas generaciones llegamos a perder el tiempo con tonterías en aquellos colegios de nuestra época, es muy posible que quienes pertenecemos a la generación que recuerda el primer día que vio la televisión seamos incapaces de apreciar la humanidad y la opinión moral de una máquina como el ordenador.
El caso es que, un buen día, al encender el chisme, éste emitió, en lugar preferente, este mensaje-advertencia: 'Su escritorio es muy aburrido. ¿Desea cambiarlo?'. Nadie había tenido, hasta ahora, la sinceridad -¿o la desfachatez?- de hablarme tan claro. Agradecí que la máquina tuviera, al menos, la buena educación de ofrecerme dos alternativas tan simples como un sí o un no. Y, obviamente, marqué el no. ¿Para qué voy a cambiar mi escritorio, con sus textos y sus contactos, si eso es lo que yo misma he introducido trabajosamente en la máquina porque responde a mis aburridos intereses?
Creí que aquí se acabaría todo, pero me equivocaba. Llevo semanas recibiendo el insistente mensaje -'Su escritorio es muy aburrido...'- y he terminado por preguntarme, primero, por el aburrimiento de los contenidos de mi escritorio, y después, por si no seré yo misma de un aburrimiento mortal. El empeño del ordenador en que reflexionara sobre ello ha tenido, pues, una primera consecuencia: he hecho examen de conciencia sobre el aburrimiento que me rodea y me invade. Y he llegado a la horrible conclusión de que soy una persona a la que le divierte aburrirse. Es más, tal vez no sé hacer otra cosa, porque el ordenador sigue insistiendo en ello. Cada día.
A medida que me invadía un claro complejo de inferioridad -¿a quién le gusta ser un aburrimiento?- aumentaba mi curiosidad por saber en qué consistía ser divertido, según el criterio de mi ordenador. Apreté, pues, el sí: ¡quería un escritorio divertido, qué caramba! Aparecieron así, uno tras otro, los paradigmas de la diversión: señoras ligeras de ropa, casinos, horóscopos, postales sensuales personalizadas, nuevas melodías para el teléfono móvil, vidas de famosos en vídeo... y hasta ¡una forma para decorar la pantalla de mi ordenador! Dudé ante tal despliegue, y seleccioné -me pareció lo más adecuado- las melodías para el teléfono móvil que no uso. Y de nuevo aparecieron las señoras desnudas, los casinos hasta llegar al ¡ábrete Sésamo! de toda diversión: ¡la tarjeta de crédito, claro!
Me invadió un gran alivio; pero, al no traspasar el umbral decisivo de la diversión, la máquina no sólo volvió a insultarme con más furia -'¡Eres un aburrido!', me dijo sin importarle mi sexo-, sino que me desestabilizó el sistema electrónico que sostenía mi propio aburrimiento: es decir, mi trabajo. No sé si era eso, finalmente, lo que estaba previsto como traca final contra el aburrimiento. Aunque primero me sobresalté por esta guerra preventiva de mi ordenador, al fin se recompuso el aburrido orden de mi escritorio electrónico. Hoy el ordenador insiste en lo suyo y yo en lo mío. No he conseguido abrir el horizonte de su capacidad de diversión. Iluso dictador. Pero me pregunto a cuántos habrá convencido. Y esto me preocupa.
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