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Crítica:POESÍA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Ínsulas en orden de combate

José-Carlos Mainer

En su reciente diario, Días y mitos (2002), Andrés Sánchez Robayna, uno de los antólogos que firman este libro, escribe: '¿Por qué me interesa cada día más la experiencia de lo poético como excepción, como singularidad, como aventura que escapa a toda norma?'. Unos días después, otra anotación recuerda una reunión que tuvo como objeto la elaboración del volumen: 'No hemos buscado el escándalo, pero el resultado de la antología será para muchos una completa provocación'. Y poco más abajo: 'Urge una clarificación. Estoy seguro de que este libro va a contribuir a ella. Páginas después, a la vista de la reedición de la poesía novísima, el diarista se escandaliza por 'el muy bajo nivel en que antólogo y antologados dejaron entre nosotros el pensamiento crítico y la creación poética'. Acaban año y diario y todavía Sánchez Robayna añade una nota de enfado por el coro de alabanzas que se tributan a José Hierro, en ocasión de ser académico y premio Cervantes en muy breve plazo.

LAS ÍNSULAS EXTRAÑAS. ANTOLOGÍA DE POESÍA EN LENGUA ESPAÑOLA (1950-2000)

Selección y prólogo de Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel Valente y Blanca Varela Círculo de Lectores-Galaxia Gutemberg. Barcelona, 2002 992 páginas. 35 euros

Hierro no figura en esta antología. Y de los 'novísimos' de 1970 sólo está Gimferrer. Ni siquiera Leopoldo María Panero, porque a título de maldito se ha preferido a Aníbal Núñez. Más aún, Las ínsulas extrañas es un mentís explícito a la quiniela de Castellet: aquí están José Miguel Ullán -que hizo pública su pataleta en una carta a Triunfo-, Jenaro Talens -debelador reiterado del concepto- y Antonio Carvajal, la ausencia más llamativa de 1970. Incluso la selección prescinde de dos poetas -Sarrión y Carnero- que no debieron resultar tan ajenos a los antólogos. En 1971, José Ángel Valente, el otro coautor español de este libro, publicaba un texto muy hermoso (Las palabras de la tribu) donde leemos que poesía es 'conocimiento a través del poema de un material de experiencia (...) que no puede ser convocado de otra manera'. También la huella de esa opinión es perceptible en el territorio que le resulta más afín, el grupo de los cincuenta: no hallaremos, por ejemplo, a Ángel González, pérdida muy grave en mi opinión, pero sí a Caballero Bonald, el más hermético de los poetas de su ámbito, y a Costafreda. En la selección de Brines se echará de menos el temblor de lo íntimo, como en Luis Feria (¡qué buena idea reivindicarlo!) falta el tono de humor y fantasía: se ha preferido un Brines más hirsuto y un Feria menos profuso. Y, sin embargo, alguien ha seleccionado con tino ejemplar los versos de Jaime Gil de Biedma, por más que Valente le dedicara post mórtem dos poemas venenosos: en uno escribió que 'la triste premeditación de lo ensayado desustanció lo escrito'; en Nosotros, se burló con bastante mala sombra de 'Barcelona ja no és bona'.

Pero reseñar una antología

no consiste en establecer una auditoría contable. Hay selecciones que marcan un territorio como las pobres bestias lo hacen con el tributo de sus heces y sus micciones. Otras, como es nuestro caso, lo fundan y establecen con más gallardía, casi a la romana, con arúspices y sacrificios. El quicio de ésta es la tensa exigencia del oficio. Por eso, los poetas más citados, directa o indirectamente, son Juan de la Cruz (Girri, Olvido García Valdés), Teresa de Jesús (Gelman) y hasta el heterodoxo Molinos (Valente, claro), por no hablar de la mística laica de Claudio Rodríguez y Roberto Juarroz. La idea de poesía como revelación o como experiencia de lenguaje, o como perseverancia de estilo, aparece a menudo (Girri: 'Más allá de la verdad está el estilo, perfeccionador de la verdad'; Costafreda: '¿Son vida las palabras o van contra la vida?'; José Emilio Pacheco: 'Llamo poesía a ese lugar de encuentro con la experiencia ajena').

En el territorio que se ha elegido, se equipara el poema propio a la traducción de otros, como sucede en las selecciones de Girri, Gaos y Aníbal Núñez. Y se prefiere el poema largo, de concepción autobiográfica y propósito metapoético: el lector agradecerá tener una vez más entre las manos Espacio, de Juan Ramón, Piedra de sol (o Nocturno de San Ildefonso), de Paz, y Antiguo muchacho, de García Baena, de Algo sobre la muerte del mayor Sabines, de Jaime Sabines, y de Cinco maneras de acabar agosto, que quizá es el mejor poema de Talens.

Los cuatro responsables de la antología -el mexicano Eduardo Milán y la peruana Blanca Varela, además de los citados Sánchez Robayna y Valente- han querido que su trabajo abarque cincuenta años de poesía en lengua española, a un lado y a otro del Atlántico. Los antecedentes y las consecuencias del empeño se cuentan en un prefacio del editor, Nicanor Vélez, y en otro firmado por los responsables. No es una mala idea, desde luego, y algunas de las reflexiones que esboza el segundo de los prólogos daría de sí para un ensayo más que mediano.

De las consecuencias de la decisión, dos nos importan muy particularmente. La primera concierne al hecho de que sendas selecciones de Juan Ramón Jiménez y Neruda encabecen el libro: un Juan Ramón posterior a 1940-1944 y un Pablo Neruda en el que predominan, sin embargo, los poemas de las Residencias, anteriores a esas fechas. Son dos poetas y dos intenciones que apadrinan, en consecuencia, dos trayectorias significativamente distintas, casi opuestas. (Hay una tercera voz que también suena: la de Vallejo. En cualquier caso, la selección americana es más amplia de criterios, aunque alguien consignará las ausencias de Montes de Oca, Jamis, Adoum, Mutis y Pizarnik, tan distintos entre sí). La otra consecuencia a la que aludía es que la inserción rigurosamente cronológica de americanos y españoles permite cotejar generaciones y actitudes. Y advertir, por ejemplo, que a la vista de los nacidos entre 1910 y 1920, la victoria de los americanos es abrumadora: a Paz y Lezama se añaden la metafísica existencia de Enrique Molina, la inquietante introspección de Westphalen, la riqueza criolla de Gerbasi, la locuacidad de Nicanor Parra o la clara iracundia de Gonzalo Rojas. Sin Luis Felipe Vivanco ni Juan Gil-Albert entre los elegidos (por haber nacido ambos antes de 1910), nuestros Francisco Pino, Cirlot o Vicente Gaos resultan más literatura potencial que poesía efectiva; Rosales parece algo blando y Miguel Hernández, más promesa que realidad. Sólo Blas de Otero crece aquí (y se echa de menos, pese a todo, a Gabriel Celaya, aunque sea revelador que Miguel Labordeta -otro rescate feliz- tenga la misma edad que el peruano Eielson: ambos son de 1921).

Las ínsulas extrañas debe

su nombre a Valente, que lo tomó del libro inicial de Emilio Adolfo Westphalen y, por supuesto, del Cántico de Juan de la Cruz. Las ínsulas son siempre extrañas, ya sea para el fraile poeta o para el patán Sancho Panza. En el siglo XVI, cuando la palabra 'ínsula' se escribía con 's' alta, tan similar a la 'f', se acuñó la voz 'ínfula': un hijastro de la mala lectura que vale por 'vanidad más o menos infundada' o 'altanería'. No faltará quien achaque ínfulas a estas ínsulas... Y, sin embargo, es un libro hermoso. Se hablará de él y ojalá que por su causa se hable también de poesía: no será su menor mérito. La guerra de las antologías no ha visto aún, afortunadamente, la última batalla.

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