Me enamoré de un fiambre
Uno. La moda de otoño en la planta de musicales de nuestros grandes almacenes apunta estos días hacia el grand guignol, con la coincidencia en cartel de Jekyll y Hyde (en reprise barcelonesa, en el Novedades) y los estrenos de El Fantasma de la Ópera, abarrotando el Lope de Vega, y Poe, la nueva entrega de Dagoll Dagom, que ha convertido el Poliorama en una sucursal del Túnel del Terror: el vestíbulo del teatro, retapizado con paredes de mazmorra y lúgubres arcos de cripta romántica, evoca los inocentes días en que el cine Capitol (justo enfrente, al otro lado de las Ramblas) ornamentaba su fachada con telarañas y calaveras gigantes para presentar La leyenda de la Mansión del Infierno. Nada que objetar: para los que crecimos viendo a Marisa de Leza en Sola en la oscuridad, los que adoramos el teatro de escotillón y trampa frente a los derroches tecnológicos, y seguimos soñando con las funciones de Rambal contadas por los viejos de la tribu, el Poe de Joan Lluís Bozzo (y, por extensión, el breve retorno del grandguignolismo) por fuerza ha de resultarnos, pese a sus carencias, irresistiblemente simpático.
Se aprecia, de entrada, la modestia de la propuesta: seis intérpretes (y otros tantos 'espíritus' haciendo bulto), una duración sensata (el espectáculo no llega a las dos horas) y, puestos a ahorrar, música pregrabada en los Estudios Barrandov de Praga; música muy bien ejecutada, faltaría más, y que redunda en la nostalgia infantil: algo así como escuchar la radio de un vecino durante una prolongada duermevela gripal. Cuando no cantan, las voces de los actores también contribuyen a ese vaporoso ensueño radiofónico, apuntalado por la mixtura de textos y motivos del libreto, y es así como Poe, a falta de restituirnos el espíritu del poeta, acaba devolviéndonos aquella estupefaciente sensación de tiempo detenido o circular en la que varios episodios de Taxi Key parecían fusionarse en uno solo por efecto de la fiebre: repuestos del trancazo, contaríamos en el patio del cole que Roderic Usher promete un barril de amontillado al torvo criado que ha descubierto sus amores incestuosos con Berenice, que en realidad se llama Madeline, víctima del experimento del doctor Valdemar, mientras su eterno amante Nicholas sufre la terrible tortura del Péndulo de la Muerte.
Dos. Si el libreto de Poe podría recordar también una ensalada Corman, la puesta en escena sustituye el gótico flamígero del aliño por el descaro arquetípico y sin complejos de un aprendiz de William Castle al que sólo le faltaría electrificar las butacas. El espectáculo contiene todas esas cosas que siempre apetece ver en un teatro (lucecitas azules brotando de los dedos del malo, una levitación, una mujer ahorcada -que, lástima, no sobrevuela la platea como en El temps de Plank-, una virgen de Núremberg taladrando a un señor, una damisela convertida en esqueleto ante nuestros ojos), moviéndose siempre al borde de la parodia del género, con elementos tan low camp como a) el Usher de Roger Pera, sublimando todos los manierismos que se le escaparon a Raphael en Jekyll & Hyde; b) la exuberancia de matinée idol de Miquel Fernández, un Nicholas que está pidiendo a gritos un buen duelo a espada en la escena final; c) el sonambulismo lisérgico de Rosa Galindo (Madeline), con su aire de Julianne Moore espectral y sus ojos de cervatillo deslumbrado por un coche; d) la extrañísima pareja compuesta por Teresa Vallicrosa y Carlos Gramaje calzando en los modelos de ama de llaves moñuda y mad doctor con levita, y e) guinda del pastel, un puñado de espíritus -ángel calvo de la Muerte, zorrón martirizado, bruja platino, súcuba en top less, etcétera- que rondan por la casa con el aspecto de haber escapado de un Rocky Horror Show montado en un pub de Chueca. En resumidas cuentas: si yo tuviera ocho años (y algunas noches los tengo), estaría encantado de que mis padres me llevaran a ver Poe al Poliorama.
Tres. La partitura (casi se me había olvidado que Poe es un musical) participa por igual de las pautas ahorrativas que Bozzo ha aplicado a la orquesta, lo que equivale a decir que por el precio de una sola entrada tendrán la sensación de haber visto varios musicales o escuchado varias bandas sonoras: Òscar Roig, un hombre de gusto y encomiable disposición, parece haber metido en su retorta un poco del Michel Legrand de Une chambre en ville, un poco del Sondheim de, por supuesto, Sweeney Todd, otro poco de La bella y la bestia, abundante salsa húngara marca Miklos Rosza y no pocos ecos líricos de la casa Wagner, para no hablar de la infaltable sombra de Lloyd Weber, con esa sobredosis de recitativos que igual permiten cantar penas secretas que la lista de la compra y que, a mis oídos, resultan la peor lacra del teatro musical presente. Hay cantables que te dejan un tanto pensativo, como cuando Roderic le muestra el amontillado al criado torvo (Ferran Frauca) señalando que 'el vino hace un siglo que aquí reposa / en recuerdo de nuestro panteón' (será para coger más cuerpo, digo yo), aunque, a diferencia de Jekyll & Hyde (ese torrente de melaza del que de cuando en cuando logra desincrustar sus patitas la agónica mariposa de una melodía), la partitura de Poe tiene un par de recordables temas de amor: la balada Madeline y el dúo entre el vigoroso Miquel Fernández y la alucinada Rosa Galindo, los mejores de un reparto con un notable nivel vocal y una considerable convicción dentro del cliché.
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