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Columna
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Complementarios

LA RADIANTE luminosidad de un hermoso parque, en la feraz plenitud de un verde estival, nos permite atisbar el correteo de tres mujeres vestidas de blanco, que bromean entre sí, discretamente acompañadas por una criada joven, que parece complacida con esta jovial expansión de sus amas. Ante la visión de esta amable escena, ¿quién podría imaginar que el refulgente trío femenino estaba formado por tres hermanas, dos de las cuales, Karin y María, habían acudido allí para asistir a lo que parecía la inminente muerte de la tercera, Agnès, socavada por una tuberculosis terminal? La cruel revelación de la tragedia latente nos es presentada en cuanto penetramos en el interior de la mansión, donde la potente luz veraniega se filtra en violentos rojos que nos ofuscan. He aquí la reducción del mundo y de la vida a tan sólo dos colores complementarios, el verde y el rojo, con cuya contigüidad se refuerzan ciertamente sus efectos físicos, pero también los simbólicos, como los de contraponer el exterior y el interior, la expansión y la contracción, la felicidad y el dolor, el amor y el odio, la vida y la muerte...

El relator visual de esta brutal dialéctica cromática fue el cineasta Ingmar Bergman en su película significativamente titulada Gritos y susurros (1972), donde asistimos al hondo tránsito, que nos lleva del verde al rojo, y, dentro de éste, a lo más oscuro de su raíz, la sangre, el misterioso licor de la vida. Es la sangre que expectora la moribunda Agnès, pero también la de la herida que se infringe en el sexo la frígida Karin, al que la indiferencia de su marido ha helado, y la sangre que brota de la incisión que se ha hecho con un cortaplumas el patético marido de María con la intención de provocar inútilmente su compasión. Pero ninguna de las hermanas quieren beber la sangre del cáliz de la pobre Agnès, que habría muerto en la más espantosa soledad si no hubiera sido arrullada hasta el final entre los brazos de la criada Ana, que así compuso la figura amorosa de una Pietà.

Si la fuente literaria de inspiración de este filme es La muerte de Iván Ilich, de Tolstói, los primeros planos de los rostros de las hermanas fundidos en rojo proceden del pintor Edvard Munch, cuya inacabada serie del 'Friso de la vida: un poema de la vida, el amor y la muerte' incluye el cuadro de El grito. Pero el arte de verdad es también inspirador: siempre pensé que la claustrofobia femenina que acompaña el paso del verde al rojo de la joven concubina de La linterna roja (1991), de Zhang Yimou, era una réplica oriental de la película de Bergman, mientras que la herida que se infringe en el sexo la frustrada profesora Erika Kohut, protagonista de La pianista (2001), de Michael Haneke, procedía del mismo profundo dolor que el de Karin, de Gritos y susurros. Paleta en rojo de la mujer: Mater dolorosa y Pietà, sangre derramada que fecunda el verde más luminoso.

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