_
_
_
_

La cueva de Chauvet

Durante un periodo relativamente cálido de la última era glacial, la temperatura, aquí, era entre 3° y 5° centígrados más fría que hoy. Los únicos árboles eran abedules, pinos albares y enebros. La fauna comprendía muchas especies ahora extintas: mamuts, ciervos megaceros, leones de las cavernas, sin melena, aurochs y osos que medían tres metros de alto, además de renos, íbices, bisontes, rinocerontes y caballos salvajes. Los pobladores humanos, cazadores-recolectores que tenían una existencia nómada, eran escasos y vivían en grupos de 20 a 25 personas. Los paleontólogos denominan a estos pobladores Cro-Magnon, un término que, al principio, inspira distancia; pero esa distancia puede resultar exagerada. No existían ni la agricultura ni la metalurgia. Sí la música y las joyas. La expectativa de vida era de 25 años.

En la oscuridad, el silencio se hace enciclopédico y condensa todo lo que ha ocurrido en el intervalo entre entonces y ahora
Dentro de la cueva existe el miedo, pero ese miedo está en perfecto equilibrio con una sensación de protección

La necesidad de compañía de los seres vivos era la misma. Sin embargo, la respuesta de los Cro-Magnon a la primera y eterna pregunta del ser humano -¿dónde estamos?- era distinta a la nuestra. Los nómadas eran muy conscientes de ser una minoría, y de que los animales eran mucho más numerosos. No habían nacido en un planeta, sino en plena vida animal. No eran guardianes de los animales: los animales eran los guardianes del mundo y del universo a su alrededor, que nunca se detenía. Detrás de cada horizonte siempre había más animales.

Al mismo tiempo, eran distintos de los animales. Sabían hacer fuego y, por tanto, tenían luz en la oscuridad. Podían matar desde lejos. Creaban muchas cosas con las manos. Hacían tiendas para uso propio, sujetas sobre huesos de mamut. Hablaban. (Quizá también los animales). Sabían contar. Podían transportar agua. Morían de otra forma. Su libertad respecto a los animales era posible porque constituían una minoría y, por tanto, los animales se la podían perdonar.

Silencio. Apago la lámpara del casco. Oscuridad. En la oscuridad, el silencio se hace enciclopédico y condensa todo lo que ha ocurrido en el intervalo entre entonces y ahora.

En una roca, delante de mí, un grupo de puntos rojos de forma cuadrada. La frescura del rojo es asombrosa. Tan presente e inmediata como un olor, o como el color de las flores en una tarde de junio, cuando el sol se pone. Los puntos se hicieron aplicando un pigmento rojo de óxido en la palma de la mano y colocándola sobre la roca. Gracias a un dedo meñique dislocado, se ha identificado una mano concreta cuya huella también aparece en otros lugares de la cueva.

En otra roca, otros puntos semejantes que forman una silueta, un bisonte visto de lado. Las huellas de las manos rellenan el cuerpo.

Oscuridad.

Antes de que llegaran hombres, mujeres y niños (en la cueva se ve la huella de un niño de unos 11 años), y después de que se fueran para siempre, este refugio estaba habitado por osos. Seguramente también por lobos y otros animales, pero los osos eran los amos con los que los nómadas tenían que compartir la cueva. En todas las paredes se ven zarpazos. Hay huellas que muestran el recorrido de una osa con su cría, mientras intentaba abrirse camino en la oscuridad. En la cámara más grande y más céntrica de la caverna, que tiene 15 metros de altura, existen numerosos revolcaderos, unas depresiones en la arcilla del suelo en las que dormían los osos durante su hibernación. Se han encontrado 150 cráneos de oso. Uno de ellos había sido colocado -probablemente por un Cro-Magnon- en una especie de pedestal de piedra al fondo de la cueva.

Silencio.

En el silencio, la dimensión del lugar adquiere más importancia. La cueva tiene kilómetro y medio de largo y, en algunos puntos, 50 metros de ancho. Pero las medidas geométricas no sirven, porque es como estar dentro de un cuerpo.

Las rocas que se alzan y sobresalen, las paredes circundantes con sus concreciones, los pasos, los huecos que se han creado mediante el proceso geológico de diagénesis, se parecen extraordinariamente a los órganos y huecos de un cuerpo humano o animal. Lo que todos tienen en común es que parecen formas creadas por una corriente de agua.

Los colores de la cueva también son anatómicos. Las rocas carbonatadas tienen el color de los huesos y las tripas, las estalagmitas son escarlatas y muy blancas, las colgaduras y concreciones de calcita son anaranjadas y viscosas. Las superficies brillan como si estuvieran recubiertas de una mucosa.

Una enorme estalagmita ha crecido (crecen a razón de un centímetro cada siglo) hasta parecerse vagamente a un intestino y, en un momento de su descenso, los tubos parecen las cuatro patas, la cola y el tronco de un mamut en miniatura. Es fácil no ver la referencia, de modo que un pintor, con cuatro trazos rojos, ha traído el mamut más cerca.

Muchas paredes en las que podrían haber pintado están sin tocar. Los cuatrocientos y pico animales representados aquí están repartidos con tanta discreción como en la naturaleza. No hay grandes escenas como en Lascaux o Altamira. Hay más vacíos, más secretos, tal vez una mayor complicidad con la oscuridad. Sin embargo, aunque estas pinturas tienen 15.000 años más de antigüedad, en general revelan tanta destreza, capacidad de observación y elegancia como cualquiera de las posteriores. Se diría que el arte nace como un potrillo, que sabe caminar inmediatamente. O, para decirlo de forma menos intensa (todo es intenso en la oscuridad): el talento para crear arte acompaña a la necesidad de ese arte; nacen juntos.

Entro arrastrándome en un espacio anexo, bajo y en forma de taza, con un diámetro de cuatro metros; allí, dibujados en rojo sobre sus paredes curvas e irregulares, hay tres osos, macho, hembra y cría, como en el cuento de hadas que se contaría muchos milenios más tarde. Me siento en cuclillas y los contemplo. Tres osos y, detrás de ellos, dos pequeños íbices. El artista conversaba con la roca a la luz parpadeante de su antorcha de carbón. Una protuberancia permite que la garra delantera del oso oscile hacia afuera con su tremendo peso mientras avanza torpemente. Una fisura sigue con precisión la línea de la espalda de un íbice. El artista tenía un conocimiento íntimo y exhaustivo de estos animales; sus manos eran capaces de imaginarlos en la oscuridad. Lo que la roca le decía era que ellos -como todo lo demás que existía- estaban dentro de la pared y que él, con el pigmento rojo en su dedo, podía convencerles para que salieran a la superficie rocosa, a su membrana, para rozarse con ella e impregnarla de olores.

Hoy día, debido a la humedad ambiental, muchas de esas superficies pintadas se han vuelto tan sensibles como una membrana, y sería fácil limpiarlas con un trapo. De ahí la veneración que despiertan.

Al salir de la cueva volvemos al torbellino del paso del tiempo. Recuperamos los nombres. Dentro de la cueva, todo es presente y anónimo. Dentro de la cueva existe el miedo, pero ese miedo está en perfecto equilibrio con una sensación de protección.

Los Cro-Magnon no vivían en la cueva. Entraban en ella para participar en determinados ritos sobre los que se sabe poca cosa. La sugerencia de que, en cierto modo, era una sociedad chamánica, parece convincente. Es posible que el número de personas reunidas en un momento dado en la cueva no fuera nunca superior a 30.

¿Con qué frecuencia venían? ¿Trabajaron aquí varias generaciones de artistas? No hay respuestas. Tal vez nunca las haya. ¿Es posible que tengamos que conformarnos con imaginar que venían aquí para experimentar unos instantes especiales de equilibrio perfecto entre el peligro y la supervivencia, el miedo y la sensación de protección, y para conservarlos en su memoria? ¿Acaso podemos esperar más?

La mayoría de los animales pintados en Chauvet, en la vida real, eran feroces; sin embargo, las imágenes no delatan ningún miedo. Respeto, sí, un respeto fraternal e íntimo. Por eso, en cada imagen animal, hay una presencia humana. Una presencia revelada por el placer. Cada criatura aquí presente está a gusto en el hombre; una formulación extraña, pero indiscutible.

En la cámara más lejana están dos leones, dibujados con carbón negro. De tamaño natural, aproximadamente. Uno junto a otro, de perfil, el macho detrás y la hembra, con el cuerpo en contacto y en paralelo, más cerca de mí.

Son una presencia única, incompleta (faltan las patas delanteras y las garras posteriores, que, me da la impresión, nunca se dibujaron) pero total. La superficie de la roca a su alrededor, que tiene, como es natural, color de león, se ha convertido en león. En este caso fue seguramente el color de la roca lo que movió al pintor, que quiso completarla con su dibujo de los animales.

Intento dibujarlos. La leona está junto al león, se frota contra él, dentro de él. Y esta ambivalencia es el resultado de una elisión increíblemente ingeniosa, que hace que ambos animales compartan un mismo contorno. El borde inferior del lomo, el vientre y el pecho pertenecen a los dos, y lo comparten con elegancia animal. Luego sus contornos se separan. Las líneas de la cola, espalda, cuello, frente y hocico de cada uno son independientes, se acercan, se separan, convergen y terminan en distintos puntos, porque el león es mucho más largo que la leona.

Dos animales de pie, macho y hembra, unidos por la línea de sus vientres, el lugar en el que son más vulnerables y tienen menos pelo.

Estoy dibujando en papel japonés absorbente, que he escogido porque pensé que la dificultad de pintar en él con tinta negra me ayudaría algo a comprender las dificultades de dibujar con carbón (que quemaban y fabricaban aquí mismo, en la cueva) sobre una superficie rocosa. En los dos casos, la línea no es del todo obediente, hay que forzarla y engatusarla.

Dos renos avanzan en direcciones opuestas, hacia el Este y el Oeste. No comparten ningún perfil, sino que están dibujados uno sobre otro, de forma que las patas delanteras del de arriba cruzan, como grandes costillas, el flanco del de abajo. Son inseparables: los dos cuerpos están encerrados en el mismo hexágono, el rabo del de arriba corresponde a la cornamenta del de abajo y la cabeza alargada del primero -con un perfil como el de un buril de sílex- sopla sobre el metatarso de la pata posterior del otro. Forman un solo signo y, para ello, danzan en círculo.

Cuando el dibujo estaba casi terminado, el artista abandonó el carbón y siguió pintando con un dedo impregnado de negro intenso (como el del cabello negro mojado) el vientre y la papada del animal inferior. Luego hizo lo mismo con el de encima, y mezcló la pintura con el sedimento blancuzco de la roca para que no resultara tan violento.

Mientras dibujo, me pregunto si acaso mi mano obedece el ritmo visible de la danza de los renos y, por tanto, baila con la mano que los pintó.

Todavía es posible encontrarse un trozo de carbón roto que cayó al suelo mientras se trazaba una línea.

Varios rebaños se dirigen hacia el Oeste. Entre ellos, los animales cercanos, muy pequeños, tocan los más lejanos, de un tamaño gigantesco. En la estación seca, un buen fuego recién encendido puede prender con tanta rapidez que los que lo observan pueden ver cómo se consume el aire.

La pintura de los Cro-Magnon no respeta los bordes. Fluye cuando hace falta, se deposita, se superpone, sumerge imágenes anteriores y cambia sin cesar la escala de lo que representa. ¿Cómo era el espacio imaginativo en el que vivían?

Es posible que, para los nómadas, la noción de pasado y futuro esté subordinada a la noción de otra parte. Una cosa que ha desaparecido o que se aguarda está oculta en otra parte.

Tanto para los cazadores como para los cazados, saber ocultarse es un requisito indispensable para sobrevivir. La vida depende de tener un refugio. Todo se esconde. Lo que ha desaparecido se ha escondido. Una ausencia -como la desaparición de los muertos- se considera una pérdida, pero no un abandono. Los muertos están escondidos en otra parte.

Algunos comentan, asombrados, que los pintores paleolíticos conocían los rudimentos de la perspectiva. Cuando dicen eso, están pensando en la perspectiva renacentista. La verdad es que cualquiera que dibuje o haya dibujado alguna vez sabe que unas cosas están más cerca y otras más lejos. Es un dato conocido, tanto táctil como óptico. Lo que cambia es la forma de expresar en imágenes esa experiencia de observar que unas cosas avanzan y otras retroceden, dentro de los límites de la concepción dominante sobre lo que significa el espacio. Una concepción que varía de una cultura a otra. La perspectiva no es una ciencia, sino una esperanza. El arte chino tradicional miraba la tierra desde la cima de una montaña confuciana; el arte japonés miraba de cerca, rodeando biombos; el arte del Renacimiento italiano examinaba la naturaleza conquistada a través de la ventana o la puerta de un palacio. Para los Cro-Magnon, el espacio es un terreno metafísico de apariciones y desapariciones constantemente intermitentes.

Hay un íbice macho, con cuernos curvos tan largos como su cuerpo, dibujado a carbón sobre una roca blancuzca. ¿Cómo describir la negrura de sus trazos? Es un negro que convierte la oscuridad en algo tranquilizador, un negro que sirve para reforzar lo inmemorial. Sube por una suave pendiente, con pasos delicados, el cuerpo redondeado y el rostro plano. Cada línea está tan tensa como una cuerda estirada, y el dibujo tiene una doble energía que está perfectamente compartida: la energía del animal que se ha hecho presente, y la del brazo y el ojo del hombre que lo dibuja a la luz de la antorcha.

Estas pinturas en la roca se hicieron donde están para que pudieran existir en la oscuridad. Fueron hechas para la oscuridad. Estaban ocultas en la oscuridad para que lo que encarnaban sobreviviese a todo lo visible y fuera, quizá, una promesa de supervivencia.

Los Cro-Magnon vivían con miedo y asombro en una cultura de llegadas, en la que se enfrentaban a muchos misterios. Su cultura duró alrededor de 20.000 años. Vivimos en una cultura dominante de constantes partidas, de progreso, que, hasta ahora, ha durado dos o tres siglos. La cultura actual, en vez de hacer frente a los misterios, intenta tercamente soslayarlos.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_