El caso O'Neill
Hace unos meses, en mayo, Paul O'Neill se dio un garbeo por África, acompañado por un cantante al parecer famoso y al parecer también sincero activista a favor de los más pobres, que son legión; aunque no tan nutrida como la de los tontos, según un amigo mío elitista que, sin embargo, se incluye ecuánimemente en el número de estos últimos. Ya sé, ya sé que no pocas veces la ecuanimidad es cómplice de la coquetería intelectual, pero ahí lo dejo y prosigo. El cantante se llama Bono y es del grupo U2, según nos informó EL PAÍS. En cuanto a Paul O'Neill, antiguo y supongo que futuro empresario, ocupa en la actualidad un cargo de los que tiran de espaldas: secretario del Tesoro de Estados Unidos, o sea, en traducción castellana, el ministro por cuyas manos pasa todo el presupuesto federal del país, una cifra que me costaría poner en pesetas, la moneda difunta en la que tantos de nosotros hacemos todavía nuestros cálculos.
El poderoso O'Neill es hombre 'de ideas propias y no siempre convencionales'. Por el enviado especial de EL PAÍS, Enric González, supimos no sin cierta sorpresa, que el presidente Bush había nombrado para el cargo a O'Neill precisamente por su originalidad y pese 'a su falta de experiencia en política económica'. El propio secretario del Tesoro lo confirma: 'El presidente me ofreció el cargo porque quería romper con las fórmulas tradicionales y rutinarias'. De momento y que uno sepa, O'Neill no le ha dado un giro copernicano a la política económica de su país, o sea, al capitalismo mundial. Reconozco no saber nada de su participación en la urdimbre del nuevo marco jurídico puesto en vigor con el fin de poner coto a los desmanes de contables y auditores de tantas grandes empresas. Dicho sea de paso este marco jurídico ha nacido entre críticas de quienes creen que el mal es inherente al sistema y que, por lo tanto, seguirán aflorando casos. No tengo opinión al respecto, aunque si los críticos aciertan podríamos estar asistiendo a la agonía del capitalismo. La maté porque era mía. Lo que no deja de ser extraño es que cadáver tras cadáver, los cadáveres hayan subido a la superficie como quien dice de pronto. Pero vuelvo al caso O'Neill.
O'Neill quiso ver de primera mano cómo está la gente en África; no como hacen otros, por ejemplo, el FMI, que envía a unos altos funcionarios, los aloja en el mejor hotel, quizás hacen un safari, hablan con caciques y régulos y luego elaboran un programa de desarrollo económico. Paul O'Neill, en cambio, descendió a las cabañas (nunca mejor dicho), vio el hambre desde todos sus más atroces ángulos y 'en varias ocasiones estuvo al borde de las lágrimas'. No es tan extraño. Un olvidado novelista español escribió que si exhibiéramos por las calles el cadáver despanzurrado de una sola víctima, cesarían las guerras. Pero este autor era de los de antes de la televisión. Ahora, gracias al generoso uso del formidable invento, échale guindas. Estamos tan vacunados que la tragedia sólo conmueve a los sentimentales irredimibles... si la contemplan in situ. O'Neill debe ser uno de ellos, de lo que cabe congratularse por los cuatro costados. Y más cuando leemos lo que les dijo a los periodistas que les acompañaron -a él y a Bono- en su larga gira. '¿Creen que el presidente me habría enviado aquí tanto tiempo si no tuviera un auténtico interés? ¿Seguirán siempre empeñados en que los conservadores no nos preocupamos por la situación de la humanidad?'. Caray, les trae y nos trae a cuenta, pues ellos tienen la sartén por el mango y el paciente no está para turnos de espera. En Etiopía, por ejemplo, el señor O'Neill pudo percatarse de que la mayor parte de la población no dispone de agua en buenas condiciones sanitarias. En un orfanato de Abdis Abeba, la hermana directora le informó de que seis o siete niños salen cada día con los pies por delante, debido al sida sobre todo. 'Usted, señor O'Neill -le dijo la hermana- tiene una misión divina'. El ministro de Finanzas más poderoso del mundo admitió sentir una gran responsabilidad ante Dios. Terció Bono y le dijo que Dios exige resultados, cosa que O'Neill aceptó. En dos o tres años todos los africanos dispondrán de agua potable. Fuera una década, nos daríamos con un canto en los dientes. Sin olvidar que no sólo de agua vive el hombre.
No sabemos si a O'Neill se le habrá cicatrizado el impacto, pero con todo, puede que su visita a África no quede en más o menos dramática anécdota personal. Algo se mueve en los círculos políticos y económicos de los grandes países. Casi la mitad de las multinacionales informa ya sobre su compromiso con la sociedad y el medio ambiente, percatadas de que seguir como hasta ahora es echarle piedras a su propio tejado. La gira africana de O'Neill se inscribe en este contexto. El Fondo del Milenio es un mecanismo creado por el gobierno Bush para 'proporcionar recursos a los países que demuestren una gestión correcta' y para proponer una reforma del Banco Mundial, que reduciría créditos pero aumentaría las donaciones a fondo perdido. O'Neill aportará sus criterios ahora en septiembre. Suerte, mister O'Neill.
Pero no habrá suerte sino mayor ración de lo mismo, si sólo se atiende a los países que demuestren una 'gestión correcta'. El presunto crecimiento generará más malestar si sus frutos no alcanzan a todos, caso todavía de tantos países. Pero, sobre todo, la gestión correcta no debe ser dejada exclusivamente en manos de los receptores de ayuda. Déjense de presuntos o verdaderos escrúpulos democráticos e intervengan. Hay que impulsar la democracia en esos países, hay que fomentar la creación de mecanismos de control y hay que conocer sus necesidades económicas, sociales y culturales, para adoptar el modelo de desarrollo que convenga, en cada caso. Y hay que desplazar técnicos, cuando faltaren (que será a menudo) y observadores cuya fiabilidad, ay, se les tiene que suponer en vista de cómo está el patio. Darle un crédito o donación por las buenas a un dictador y a un país sin marco jurídico y sin garantías legales de tipo alguno es sospechoso de algunas cosas y promesa segura de más hambre, más enfermedad y más carnaza para la televisión.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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