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LA CRÓNICA
Columna
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Muerte de un ovillo

Desde que hace años llegué a la conclusión de que el único deporte que estaba a mi alcance era andar, recuperé para mis fines de semana un clásico en desuso: el paseo por la carretera del pueblo. Queda raro: hoy en día resulta sospechoso andar o correr si no te diriges a alguna parte, a no ser que lo hagas en chándal fosforito o similar atuendo deportivo, en cuyo caso todo se te perdona. Pero si, por el contrario, sólo pretendes salir tal cual, con tu bolso y tu vestido de calle, a caminar en pro de una relativa mejora de la salud, nadie entenderá que pudiendo pasear entre escaparates o por un parque lo hagas por las afueras del pueblo. El paseo de carretera presenta, sin embargo, múltiples ventajas: no tiene pendientes pronunciadas, no precisas de mapa para no perderte y resulta de lo más evocador. Con el fin de reivindicarlo, propongo al lector que pueda sentirse interesado por este hermoso y decadente deporte un itinerario repleto de puntos de interés: se trata de la carretera que, saliendo de L'Espluga de Francolí y pasando por Les Masies, conduce al monasterio de Poblet y regresa al pueblo de partida sin pasar dos veces por el mismo sitio.

Defiendo el paseo de carretera, aunque haya conductores que atropellan la madeja de una ancianita

Sale el lector de L'Espluga hacia Les Masies, adonde llega tras media hora de paseo entre almendros y olivos. Este verde oasis, que nos recuerda épocas en que fue un agradable balneario, ahora vuelve a revivir con el hotel Monestir, apartamentos de alquiler en el bosque y el restaurante ubicado en la Masia del Cadet. Durante unos diez minutos, se sigue por este tramo arbolado y fresco. Un cartel que te desvía hacia un camino no asfaltado indica: 'La Pena'. Que el lector haga caso omiso, a no ser que desee deslomarse durante una hora de ascenso para acceder a bosques de denso follaje donde brotan fuentes de agua fresca. Pero el verdadero peatón de asfalto no suele apreciar el agua hasta ese punto y preferirá seguir (a la par que va divisando, especialmente al atardecer, una de las más bellas vistas del monasterio) hasta la fonda Fonoll, venerable institución donde se sentará a merendar en la deliciosa terraza bajo las parras. Contemplará las viñas de Poblet, las murallas del monasterio. En el interior, verá con agrado huéspedes que juegan a las cartas esperando sin prisas la hora de cenar. Olerá guisos de infancia. Verá el mostrador de siempre, los periquitos en la jaula, las hortensias, la cortina de plástico. Fondistas de toda la vida, que es lo opuesto a velocistas, los propietarios de Can Fonoll han sabido renovarse sin perder un ápice de su encanto tradicional. (Creo haber adivinado cómo: en lugar de hacer lo que se llama reformas, esa cosa que invita a tirarlo todo al suelo para hacer algo distinto, ellos se han limitado a sustituir cada cosa vieja por otra nueva lo más parecida posible). Tras la euforia de una buena merienda, se impone una visita al monasterio. No una agotadora visita organizada, sino sólo un breve experimento: tras atravesar la Puerta del Reloj, la Puerta Dorada, la Puerta Real, plántese el lector en la plaza a escuchar el silencio y a dejarse envolver por la paz que desprenden las piedras cargadas de siglos. Al salir, queda un tercio del camino: un agradable descenso entre los viñedos, que se han extendido en los últimos años embelleciendo el paisaje, y de nuevo los olivos. Aunque también puede uno quedarse en la fonda Fonoll, o en la hospedería del monasterio si desea el máximo sosiego.

¿Digo sosiego? Olvidaba mencionar que empecé a practicar tan inofensivo deporte hace unos quince años: desde entonces, el tráfico ha aumentado a la par que la velocidad media de los bólidos y, con ello, el rebufo para el sufrido peatón. El trayecto se presta al paseo, no sólo porque los clientes de los hoteles de la zona son los típicos paseantes de carretera (pues muchos de ellos superan los 70 años), sino porque en Les Masies hay una casa de colonias y, por tanto, niños caminando por la carretera. Sin embargo, en la mayor parte del trayecto no sólo no hay acera, sino que ni siquiera hay arcén. Se esgrimen los derechos de los usuarios de patinete, de los patinadores y de los ciclistas: ¿por qué nadie se acuerda jamás del paseante de carretera? De acuerdo, el asfalto se hizo para el tráfico rodado. Pero ¿acaso no sentaron tradición esos fellinianos grupos de chicas con su rebeca y su paraguas y sus medias salpicadas por un guapo mozo que pasaba en la vespino, o esas parejas de pueblo que salían a pasear de la mano tras el baile, o ese abuelo que salía del pueblo con su cesta para buscar caracoles a la orilla del asfalto? ¿Por qué sólo cuenta el turista veloz que, tras haber rebufado a un par de peatones, frena ante el monasterio, enclave de paz y serenidad?, ¡oh paradoja! Escena vista en septiembre: una entrañable octogenaria estaba haciendo ganchillo sentada ante la fonda (los clientes de Can Fonoll siempre han sacado unas sillas junto a la carretera para tomar el fresco, otro clásico en extinción). De pronto, un coche, pese al extenso aparcamiento que hay junto al monasterio, frenó bruscamente a los pies de la venerable dama y del interior salió nada menos que un padre de familia. Del susto se le cayó a la anciana un ovillo que fue a rodar bajo las ruedas del vehículo. Vi con mis propios ojos la marca del neumático sobre ese ovillo que poco antes, limpio y saltarín, iba creando labor. Ahora sucio, atropellado, inmóvil, muerto. El causante ni se percató: salió con un polo para su niño, entró en el vehículo y se fue pitando. Me pareció toda una metáfora de que se acabó la paz. También en los monasterios.

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