Unidad democrática
El Ubi sunt es un topos literario, es decir, un motivo recurrente a lo largo de la historia literaria de las más diversas lenguas y que viene a significar 'dónde están' o 'qué se hizo de ellos'. En él resuenan evocaciones del carácter efímero de las vidas y de las glorias mundanas, del poder de la muerte, del inexorable paso del tiempo. Reflexión sobre la vanidad y lo ilusorio, en el Ubi sunt palpita un inquieto interrogante sobre el poder, y en sus mejores desarrollos se suscita una respuesta moral que dé cobijo o sentido a la ineludible fragilidad humana.
Pero además de ser un topos literario, el Ubi sunt se está convirtiendo en un topos político, mucho más prosaico y ramplón, que lejos de ser una reflexión sobre lo efímero y lo ilusorio de la condición humana se constituye en un ejercicio de soberbia. Lo que en la literatura venía a ser una crítica al poder, en la política se transforma en un canto al poder, a la autoafirmación como victoria. Su objetivo suele ser recriminatorio y descalificador, y no es inusual el recurso al tono de gallina vieja para gritar: ¡dónde están los que decían tal cosa o tal otra! Ese dónde están es un recurso retórico de reafirmación, a la vez que sirve para amordazar a quienes manifestaban una opinión distinta a la nuestra, una opinión vencida. Porque el Ubi sunt político sanciona una derrota, e impone una victoria a la que quiere despojar de su carácter ilusorio y quizá transitorio. Se lo suele gritar mucho en las manifestaciones multitudinarias, pero tampoco es raro oírlo en boca de políticos prepotentes, poco dados a la reconsideración de sus posiciones y que lo utilizan sobre todo contra las alternativas más razonables y que más debieran escuchar.
La política vasca ha optado por un camino desafortunado, un camino sin salida o al menos de salida trágica. En ella las posiciones están muy claras y se ha abocado hacia algo que siempre se evitó desde la transición, a pesar de los cantos de sirena del entorno de ETA para que se actuara en sentido contrario: la política de frentes, con un frente abertzale que haría surgir como reacción lo que entonces se denominaba un frente españolista. Sabemos cómo se inició esta historia. Fueron el PNV y EA quienes dieron el primer paso en esa dirección con el Pacto de Lizarra, que no fue de hecho, por mucho que pretendiera disfrazarse de otras cosas, sino un frente abertzale. Esos partidos tuvieron ocasión posteriormente para desligarse de aquella operación, pero las consecuencias frentistas que tuvo para la política vasca les resultaron de forma inesperada electoralmente rentables y, en lugar de cerrar capítulo, optaron por lo que alguna vez he denominado política de la goma: un vínculo que los ata al mundo radical y que se estira o se encoge según la coyuntura. Y no parecen dispuestos a abandonar esa posición, que justifican con el argumento de que es una apuesta para acabar con ETA sin abandonar -'¡qué hay de malo en ello!'- sus principios ideológicos y con procedimientos exquisitamente (sic) democráticos.
Desde el otro lado, especialmente desde el Partido Popular, también parece cultivarse esta política de frentes, que le vino dada casi como un regalo, y que también debe de resultarle rentable electoralmente y como eje de redefinición ideológica: el nacionalismo vasco empieza a constituirse en ese otro, en el enemigo que toda nación necesita para serlo, es decir, en generador de un nuevo nacionalismo. Y el argumento que justifica la resistencia a reconsiderar esa política de enfrentamiento, y a propiciar un consenso de Gobierno a Gobierno y buscar la unidad de acción de los partidos democráticos, es también la lucha contra ETA y la necesidad de minar sus fundamentos ideológicos en defensa siempre de los principios democráticos.
Los resultados de todo este disparate son los que son. ETA sigue, como siempre, más débil que nunca, pero este pequeño país está hecho unos zorros como nunca lo estuvo. Puede que ése, la ruina de la convivencia y de la vida civil, sea el precio a pagar para acabar con ETA, pero ese precio sólo estará justificado si ese es el camino más corto para lograr ese objetivo, nunca si remite éste ad calendas graecas y convierte la discordia civil en algo irreversible. Es decir, que el camino por el que se ha optado ha de tener una fecha de caducidad si no se quiere reconocer su absoluto fracaso. Gane quien gane en este enfrentamiento, todos saldremos perdiendo si ETA sigue ganando, es decir, si sigue existiendo, porque lo hará en una sociedad que continuará enfrentada, hastiada y desmoralizada. Y unos y otros no dejarán de recurrir al Ubi sunt, al dónde están para recriminar a quienes invocan la concordia democrática, y lo harán cada vez que el oponente dé un nuevo paso hacia la locura. Contra esta búsqueda de argumentos en el disparate ajeno para descalificar a quienes propugnan la unidad democrática como vía de solución, quizás urja una respuesta ciudadana, un movimiento cívico que exija a los políticos que hagan lo que no parecen dispuestos a hacer.
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