La ignorancia feliz
Hace treinta años leí una noticia en la que el periodista se hacía eco de la increíble decadencia del sistema escolar público de Estados Unidos: un padre de familia había llevado a los tribunales a la institución de enseñanza secundaria que acababa de otorgarle a su hijo el diploma acreditativo de haber completado los estudios. ¿Y por qué? Sucedió que el muchacho deseaba ponerse a trabajar y, con vistas a obtener un empleo, le exigieron que completase un cuestionario bastante simple, en el que se le preguntaban naderías como la edad, el grupo étnico -dato inevitable en ese país- o la experiencia laboral anterior. Pues bien, una vez escrito su nombre y su fecha de nacimiento, el candidato a ciudadano feliz había sido incapaz de continuar, ya que no comprendía el sentido de las diversas preguntas. Su padre, que al parecer se dio cuenta con sorpresa de que la felicidad terrenal tiene inconvenientes, la emprendió a golpe de tribunales contra el sistema, acusándolo de haber incumplido su parte del contrato social.
Ignoro en qué quedó la cosa, aunque supongo que la familia obtendría un buen pellizco de dinero con el que olvidar los tropiezos del american dream, pero sí recuerdo bien que me sentí reconfortado en mis prejuicios de tercermundista, pues a pesar de que en esta orilla del charco éramos pobres e infelices y carecíamos de un ejército poderoso con el que divertirnos matando vietnamitas, compensábamos en parte dichas carencias a través de la geografía, la gramática o la historia.
Si hubiera sido un poco perspicaz, catastrofista de mí, me habría dado cuenta de que aquí también nos dirigíamos a pasos acelerados hacia la felicidad. Las semillas de la globalización ya estaban germinando y el culto audiovisual, tras permanecer agazapado durante cinco siglos desde el inicio del Renacimiento, ha reanudado hoy la catequesis que practicaba antes de que Gutenberg inventara la imprenta. Y así, una nueva hornada de fieles felizmente analfabetos se regocija de nuevo ante el hechizo de los dibujitos, sólo que éstos ya no son ingenuas escenas de la Biblia en las vidrieras de las iglesias, sino videojuegos, concursos y sabroso pastel de telemierda. Signo de los tiempos, además, los ejecutivos de las multinacionales de la comunicación han reemplazado a los curas en la labor de adoctrinar a la parroquia global.
Hace un par de semanas supe que el mismo día en que el Gobierno de la Generalitat presentaba en Valencia datos favorables a la gestión del sistema educativo, en Madrid le respondían con cifras oficiales que la Comunidad Valenciana ocupa un lugar de honor en las estadísticas del fracaso escolar, ya que el 32% de los alumnos no alcanza aquí los objetivos mínimos exigidos. Se acabó nuestro retraso secular, pensé de inmediato, en pocos años ya no será sólo Estados Unidos quien tenga guapos dirigentes que ignoran dónde está África o que viven convencidos de que en América Latina se habla latín; un pequeño esfuerzo más y pronto también nosotros tendremos guapos presidentes iletrados que escriban la o con un canuto, contribuyan a la paz mundial diciendo que sí a las guerras contra el Mal y firmen autógrafos con el signo de la cruz.
Alegrémonos, el paraíso está al alcance de la mano.
cartas@manueltalens.com
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