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La lección de Pigmalión

Enrique Gil Calvo

El temor a la página en blanco es le mal de l'écrivain (o enfermedad del escritor), que se bloquea por la impotencia antes de comenzar a escribir. Este síndrome se suele atribuir a la parálisis causada por la anticipación del fracaso, tal como sucede con la disfunción eréctil masculina. Pero igual puede ser explicado por su contrario: lo que da miedo no es tanto la impotencia escritora -el temor a no ser capaz de escribir nada- como la temible potencia de la escritura -el temor a no poder evitar escribir dema-siado-. Pues antes de escribir existe el riesgo de que lo escrito se rebele contra su autor si revela secretos inconfesables de éste: por ejemplo, que se trata de un mal escritor, ya sea que su maldad se deba a simple falta de destreza técnica o cualquier otra perversión moral, no menos peligrosa para la fama o la hacienda de nuestro escriba.

Es la paradoja de la creación cuando la criatura se rebela contra su creador. Se trata de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, que tiene un largo recorrido literario, desde el mito del escultor Pigmalión hasta formas más recientes, como el Golem, el doble y el robot, o el monstruo de Frankenstein, el aprendiz de brujo y la inteligencia artificial. Toda esta historia es bien conocida, pero aquí sólo me interesa advertir su carácter reflexivo, bilateral o reversible, pues cuando la criatura se rebela es porque a su vez se convierte en creadora, recreando a su propio creador. G. B. Shaw lo supo reconocer, pues cuando Higgins se enamora se invierte la relación de poder, quedando el autor dominado por su obra. Y entonces surge la figura del alguacil alguacilado, que se deja ganar por el pánico: le mal de l'écrivain, que aqueja a todo creador.

Donde mejor se revela esta reflexividad transitiva es en la escritura, precisamente, cuyo doble es la lectura: el otro lado del espejo, o la cara oculta del acto de escribir. Si la página en blanco infunde miedo no es porque esté vacía, sino porque está llena de lectores anónimos, jueces impersonales que tanto pueden ser crueles como indulgentes, a su arbitrio. Pero el espejo de la página en blanco también se atraviesa en dirección inversa, y el miedo que el autor experimenta está doblado por el miedo del lector ante la página en negro sobre blanco. Los libros también infunden pánico a sus lectores, amenazados por los peligros de las lecturas que encierran. Y esta enfermedad del lector (le mal du lecteur), reflejo simétrico de la del escritor, también parece doble. De un lado es un miedo a la lectura en blanco, si la impotencia lectora impide comprender los libros difíciles de leer. Pero además, por el otro extremo, también es un miedo a los peligros de la lectura, si ésta revela la maldad inconfesable de todo lector: sea por ser éste un mal lector o por ser un lector malo si su gusto está deformado o viciado. En todos estos casos, la lectura repele y atemoriza por lo que pueda revelar de nosotros, si denuncia nuestras carencias, nuestros secretos o nuestros fallos.

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Lo cual erige a los libros en pigmaliones por partida doble: tanto de cara a su autor como del lado de todos y cada uno de sus posibles lectores. En efecto, nada como el libro para encarnar la metáfora del bloque de mármol que cobra vida propia, pasando a dominar tanto a su autor como a los lectores que caen bajo su poder. Cuando el escritor se enfrenta a la primera página en blanco, lo hace con la actitud del escultor que contempla su bloque de mármol por primera vez, o la del gemólogo que aquilata un diamante en bruto, tratando de descubrir y adivinar cuáles son sus vetas internas, sus capacidades innatas o su estructura cristalográfica, con la esperanza de despertar así su auténtico genio interior, oculto tras su blanca superficie externa. Luego va esculpiendo, tallando y puliendo su materia prima, en un lento proceso que busca revelar o poner de manifiesto su mejor forma posible, prefigurada por aquella predisposición interna antes descubierta. Así se va exteriorizando una segunda naturaleza que debe respetar aquella otra naturaleza originaria debida a su genio interior. Y por último, se produce la emancipación de la obra que cobra vida propia y comienza a hacerse a sí misma, escribiéndose sola, como si se hubiese liberado del poder de su autor.

Ahora bien, la emancipación de Galatea sólo es completa cuando a su vez se convierte en Pigmalión, escapa a los designios de su creador y alumbra una progenie de futuras criaturas tan rebeldes como ella. Es lo que sucede cuando el libro, una vez acabado, se pone bajo el poder de sus lectores, que serán quienes al leerlo encarnen la tarea de infundirle vida propia. Y la experiencia de la lectura también es como la de Pigmalión, pues enfrentarse al proceso de leer un libro escrito reproduce los mismos cuatro pasos apuntados en el proceso de escribirlo. Primero, antes de leerlo, la expectación ante el diamante en bruto o el bloque de mármol que parece visto por fuera todo libro cerrado. Después, el descubrimiento de su propio genio interior, que se oculta dormido y latente entre sus páginas, y al que hay que despertar identificando cuál es su verdadera naturaleza originaria. Luego, el revelado, consistente en el desarrollo de su segunda naturaleza mediante la exteriorización progresiva de todas las potencialidades que encierra, conforme se avanza en su lectura. Y por último, la emancipación, que es el instante en que se adquiere el conocimiento acumulado en el libro, y ese conocimiento empieza a obrar efectos sobre la memoria: ya sea para confortarla, si confirma y satisface la propia identidad, o para transformarla, si surge la catarsis y el libro saca al lector de sus casillas, poniendo en tela de juicio su buena conciencia y su definición de la realidad.

Y esto no sólo sucede con cada libro que escribimos o leemos, sino también a todo lo largo de nuestra experiencia acumulada de escritores y lectores. La obra entera de un autor es también como la ninfa Galatea, que se emancipa de la voluntad de su creador. Por eso no se puede programar ni planificar, pues se va escribiendo a sí misma, alumbrando un destino autónomo que escapa fuera del poder de su paciente creador. Y lo mismo sucede con la carrera lectora de cada lector, que comienza en los años de aprendizaje con las primeras lecturas proyectivas, que pretenden colonizar el propio destino, pero que más pronto o más tarde cobra vida propia, escapando fuera de la voluntad del lector. Entonces puede sobrevenir un eclipse de la lectura, que se suspende o reduce durante un tiempo más o menos prolongado, coincidente con la asunción adulta de cargas familiares. Pero pronto resurge su renacimiento tardío, que invierte además el sentido de la lectura, dejando de ser proyectiva para hacerse retrospectiva, con la reconstrucción en la memoria de las múltiples lecturas que cabe hacer de la experiencia hasta entonces vivida.

Y el círculo puede llegar a cerrarse por completo, cuando Galatea se convierte a su vez en Pigmalión. Es lo que sucede cuando el antiguo lector, una vez que su lectura se emancipa y cobra vida propia, experimenta la metamorfosis que le transforma en escritor. En tales casos, el letraherido poco puede hacer al respecto, más que prestar su cuerpo y su memoria para que su lectura pueda cumplir su último destino escritor, una vez aprendida la lección de Pigmalión.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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