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Columna
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Tráfico urbano

Empieza el batiburrillo electoral en los municipios de gran parte de España. Unas mujeres y hombres beneméritos están dispuestos a los mayores sacrificios personales en beneficio de sus vecinos. El programa de ofertas se parece al de las rebajas en los grandes almacenes: más, mejor y muy barato. Esto último se dice con la boca pequeña, porque no hay quien piense honestamente en hacer economías presupuestarias. No recuerdo dónde leí que cierto alcalde ruso prometía construir un puente en el pueblo que no tenía río. Bajo las propuestas electorales cabe todo. Muchos conocerán la anécdota del muñidor electoral del viejo Romanones. Entonces, los candidatos se las arreglaban personalmente para obtener los sufragios y, cuando podían, los pagaban. El conde podía y su representante en la circunscripción alcarreña escogía el momento oportuno para visitar a los votantes, preguntaba cuánto les había abonado el rival y sobre aquella cantidad añadía otra menor. '¿Te han dado tres pesetas? Pues el señor conde ofrece dos, o sea, que si le votas puedes ganarte un duro'. Hoy, generalmente, es el llamado aparato de los partidos el que corre con la parte económica.

En nuestra ciudad las alternativas tienen nuevos nombres, de lo que gran parte de la población civil se felicita, porque el mayor enemigo de los políticos en ejercicio, lo hagan bien o mal, es la hartura que significa ver la misma cara durante mucho tiempo. Pero no son los graves problemas que afectan a una gran urbe como Madrid lo que nos ocupa ahora. Es el fenómeno, repetido en todos los pueblos, grandes, medianos y chicos. El ansia de los futuros regidores porque su aldea se homologue con Benidorm, el sueño de poblar el término con rascacielos, el espejismo por manejar un presupuesto billonario, la ilusa esperanza, no ya de ser un Pedro Crespo de Zalamea, sino un Rudolph Giuliani neoyorkino o, al menos, un Pedro Zaragoza Orts. Loable pretensión, cuando se tiene nociones de las posibilidades reales.

Aparte del crecimiento demográfico que preside los afanes edilicios, hay algo que está mucho más a la mano y que han hecho, hacen y harán cuantos tengan la mínima parcela de poder municipal: cambiar la dirección del tráfico y, cuando se presente la mínima oportunidad, sembrar de semáforos el distrito, vengan o no a cuento. Este verano pasé unas semanas cerca de un pequeño y querido pueblo. Tiene la típica plaza, aledaña de la iglesia, que siempre se llamó, con cierta jactancia, El Parque, justificado por los diez o doce plátanos que recuerdo de mi niñez. El espacio estaba circunvalado y los vehículos podían dar la vuelta completa y tomar la dirección deseada en sus cuatro esquinas. Este año la innovación es que solamente se puede circular en un sentido, y es digno de estudio el intríngulis geométrico según el cual los automóviles han de recorrer dos o tres manzanas de edificios para torcer a la izquierda, encontrar una calle amplia, de un solo curso, y llegar a otra desde donde recuperar el punto de dislocación vial. Esto viene compensado por unas estrechas callejas, pocos metros más allá, en las que no está prohibido estacionar, con doble dirección, donde los automóviles que se encuentran han de dirimir, de buen o mal talante, cuál es el obligado a dar marcha atrás y ceder el paso al otro.

El pináculo de la satisfacción consistorial llega con la instalación del primer semáforo, que jamás será único. Una vez colocado, todo es forcejear por los fondos estructurales de la Unión Europea y el lugar será infectado por señales luminosas y acústicas que, en ocasiones, sirven para poco. Excusado es decir que el fenómeno se amplía y agrava en los distritos de las grandes ciudades, donde todo concejal de urbanismo o delegado querrá colocar un semáforo, por lo menos. Dado que ha remitido la costumbre de levantar estatuas, podrían aprovecharse esos postes, con poco dispendio, para conservar la memoria de ciudadanos ilustres, grabando allí sus nombres. Sustituye a una antigua idea de hacer un molde único de monumento personal en el que la cabeza del prócer, a pie o a caballo, fuese atornillable. La manía de los semáforos no es, ni mucho menos, exclusiva en nuestra ciudad, ni en nuestro país; hay enclaves, en multitud de lugares europeos, donde se pueden sufrir catorce o dieciséis señalizaciones en una rotonda. No sirven para agilizar el tráfico rodado, pero pueden conducir hasta la desesperación y la locura a los viandantes motorizados.

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