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La importancia de los directivos públicos

Francisco Longo

Sólo en Cataluña, si sumamos los presupuestos de la Generalitat, diputaciones, consejos comarcales y ayuntamientos, 21 millardos de euros (tres billones y medio de pesetas) procedentes de nuestros impuestos están en manos de los gestores públicos. Si bien las prioridades en la asignación de estos fondos corresponden a los políticos que gobiernan las instituciones, el cómo se gestiona y administra, se aprovecha o malgasta este inmenso caudal de recursos depende sobre todo de otros personajes, bastante menos conocidos por la opinión pública.

Si ha llegado hasta aquí, usted está pensando que hablo de los funcionarios públicos, ese colectivo humano amplio y diversificado en el que se incluyen los inspectores de hacienda y los maestros, los policías y los médicos del seguro, los bomberos, los trabajadores sociales y tantos otros profesionales de los servicios públicos. Todos tenemos opiniones sobre ellos, que pueden ir, según los casos, desde el agradecimiento y la admiración hasta la envidia de su estabilidad laboral o la mirada condescendiente hacia su supuesto absentismo y bajo rendimiento como corresponde al estereotipo más difundido.

La capacidad de los gobiernos de ser eficaces depende en gran parte de una Administración bien dirigida

Pero los funcionarios (más de 200.000 en las instituciones catalanas) son un grupo demasiado numeroso y heterogéneo como para poder atribuirles genéricamente esa responsabilidad. En la mayor parte de los casos, consumen y aplican recursos, más que administrarlos. En realidad, estamos hablando de un colectivo mucho más reducido: el constituido por aquellas personas que dirigen los procesos mediante los cuales se producen los servicios públicos, los directivos públicos.

No es tampoco un colectivo homogéneo. En él tiene cabida gente con responsabilidades muy diversas: desde un director general de carreteras hasta quien dirige un instituto de secundaria, desde un gerente de hospital hasta quien gestiona un teatro, o una comisaría, o un centro de servicios sociales. Todos ellos coinciden en ocupar un espacio intermedio, de contornos difusos, entre la política y las profesiones públicas. Muchos gobiernos, en especial a partir de la década de 1980, empezaron a darse cuenta de que la eficacia de las políticas públicas dependía en buena medida de cómo y por quién esté ocupado ese espacio. En este periodo, países como el Reino Unido, Estados Unidos o Australia han rediseñado sus sistemas de gestión de directivos públicos, con la pretensión de alcanzar niveles de competencias profesionales homologables con los mejores ejemplos empresariales. En Europa, Italia en 1993 y Holanda en 1995 han sido los últimos ejemplos de creación de estatutos específicos para los gerentes públicos, incorporando fórmulas adaptadas al fortalecimiento y desarrollo profesional de la dirección.

Entre nosotros, esta reflexión lleva un retraso apreciable. A diferencia de otros países, la presencia de los problemas de la Administración pública en las agendas políticas es marginal. Pocos políticos parecen haber interiorizado el hecho de que tener una Administración pública que funcione con eficacia y eficiencia hace que un país sea más competitivo. Ser competitivo, para que nos entendamos, va desde que el crear una empresa sea un trámite fácil hasta que el sistema educativo no tenga una cifra alta de fracaso escolar. La capacidad de los gobiernos para desempeñar su función con eficacia depende en buena medida de la calidad de una administración bien dirigida, y ello exige buenos directivos públicos. Para dejarlo claro, sólo con declaraciones de voluntad política no se despliegan eficazmente las policías ni se reducen las listas de espera.

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Conseguir buenos directivos no es fácil, como no lo es el ejercicio de la dirección pública. Las restricciones propias del funcionamiento administrativo, por una parte, y la complejidad de los entornos políticos, por otra, requieren liderazgos peculiares, que no se construirían simplemente importando directivos empresariales de éxito. Tampoco la colonización del espacio directivo por la política es el camino. Como oí decir hace unos años a Juan María Atutxa, hablando de este asunto, 'no se fríen huevos con agua bendita'. Se refería a que un carnet de partido puede predecir -no sé si siempre- lealtad política, pero no acredita la eficacia profesional. Por otra parte, los mecanismos propios de la función pública no están pensados para producir, ubicar, estimular y desarrollar directivos. Funcionarizar sin más a los directivos sería darle una falsa salida burocrática al problema.

Sobre estos y otros temas debatirán esta semana en Barcelona 300 directivos públicos de diferentes instituciones, en el primer congreso sobre gestión pública que se celebra en Cataluña. Es una muestra de la vitalidad creciente con que se ha ido configurando entre nosotros un grupo numeroso de personas que, desde diferentes orígenes, son conscientes de compartir una identidad profesional propia, y que sienten que es bueno ir precisando su papel y dotarlo de un encaje institucional hoy por hoy ambiguo y frágil. Seguramente el hecho pasará bastante inadvertido rodeado de noticias y titulares más llamativos. Pero, créanme, aunque sólo fuera por la enorme magnitud de los recursos de todos que gestionan, sería sensato prestarles, como ciudadanos, alguna atención.

Francisco Longo es director del Instituto de Dirección y Gestión Pública de ESADE.

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