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Reportaje:ARQUITECTURA

Alemania, anónima o inánime

Berlín es el otoño y la primavera de Europa. En el fragor conmemorativo del 11 de septiembre no se ha recordado suficientemente que, si el siglo XXI se inició en efecto con la destrucción de las Torres Gemelas, el siglo XX se había ya cerrado el 9 de noviembre de 1989 con la caída del muro que delimitaba los contornos de la guerra fría. Durante la década larga que se extiende entre estas dos demoliciones arquitectónicas -de la alegría impaciente del 9-11 berlinés al horror perplejo del 11-9 neoyorquino-, los europeos hemos vivido pendientes de la temperatura de Alemania, convertida tras la reunificación en el núcleo gravitatorio del continente: la estabilidad de la posguerra había transitado por su domesticación disciplinada, pero el futuro de la Unión tras el deshielo descansaba en su protagonismo inaplazable. En este periodo, las guerras balcánicas han mostrado que el gigante económico es todavía un enano político; y la reconstrucción de Berlín ha puesto de manifiesto que el coloso demográfico adolece de una crónica indecisión anímica y cultural. Las urnas de mañana despejarán algunas incertidumbres, pero los paisajes urbanos de la capital de Alemania seguirán construyéndose con el pulso inseguro de la última etapa.

La ciudad monumental y do

méstica de Schinkel fue también el hacinado e insalubre 'Berlín de piedra' guillermino, el crisol efervescente de las vanguardias de entreguerras y la urbe dividida por el enfrentamiento de los bloques que exhibía a la vez sus cicatrices y su culpa. Tras la desaparición del muro y el traslado de las instituciones federales, la recuperada capital se regeneró con tanta energía física como indecisión simbólica, ambiguamente escindida entre la continuidad de los trazados y la innovación de las técnicas, entre el anonimato de la normativa y la singularidad de la excepción, entre la severidad regular del urbanismo y el espectáculo emblemático de la arquitectura. Bajo el mantra rigorista de la 'nueva simplicidad' se reconstruyó el gran eje de la Friedrichstrasse con fachadas pétreas y huecos homogéneos, se proyectó en la Alexanderplatz un arcaizante Manhattan de masivos rascacielos estilo años treinta, y se levantó en la Potsdamerplatz un nuevo barrio comercial y de oficinas con trazas decimonónicas y arquitecturas de autor: a esta última operación pertenece el conjunto de Giorgio Grassi que acaba de terminarse, un proyecto que el arquitecto milanés entiende como una crítica de las restrictivas ordenanzas berlinesas, pero que al tiempo ilustra la incertidumbre íntima de una ciudad solicitada a la vez por la historia y el futuro.

Al sur del Tiergarten y contigua al Kulturforum donde se elevan la Philharmonie de Scharoun y la Neue Nationalgalerie de Mies, la zona de la Potsdamerplatz era un gran espacio cuya proximidad al muro había mantenido dramáticamente vacío, y que con la reunificación volvió a adquirir su condición estratégica de charnela entre el Berlín barroco y la ciudad nueva.

En este emplazamiento privilegiado las autoridades urbanísticas decidieron recuperar las huellas del antiguo tridente de calles y la ordenación convencional de manzanas, dividiendo la zona en tres sectores que fueron adquiridos y desarrollados independientemente por tres grandes compañías multinacionales: Daimler Benz, que confió su sector al genovés Renzo Piano, asignándose también edificios a Rafael Moneo, Richard Rogers, Arata Isozaki y Hans Kollhoff; Sony, cuya gran manzana triangular se encomendó en solitario al alemán afincado en Chicago Helmut Jahn; y Asea Brown Boveri, cuyo solar longitudinal Grassi dividió en los cinco bloques que ahora se rematan (la pieza curva y acristalada del extremo realizada por el berlinés Peter Schweger, los dos bloques en H del propio Grassi, el tercer bloque en H del berlinés Jürgen Sawade y el bloque en U con fenestración horizontal de los suizos Diener & Diener).

Durante los últimos tres años fueron completándose el sector de Daimler Benz y el de Sony, y tanto la atropellada algarabía cerámica de Piano y las restantes estrellas invitadas como el exhibicionismo tecnológico y ferial de Jahn se recibieron con una agridulce combinación de éxito popular y censura crítica; parece legítimo preguntarse si al recién terminado proyecto de Grassi le aguarda una acogida semejante. Desde luego, no es fácil pronosticar el favor del público para este conjunto monótono e implacable, metafísico en la abstracción extrema de los prismas de ladrillo perforados por huecos de regularidad ensimismada, y hermético en los aplacados de piedra que señalan la altura de la ciudad barroca; sólo los generosos patios que se abren al futuro parque lineal a sus pies -desarrollado, como los propios edificios, sobre los antiguos terrenos de la Potsdamer Banhof- y la inmediata conexión con las líneas de metro y suburbano -que facilita el pabellón situado en el patio del bloque central- le otorgan una renta de aprecio. Sin embargo, sería muy injusta la crítica si no valorara aquí la genuina ambición intelectual y el áspero refinamiento plástico de una propuesta que, desdeñando el entretenimiento amable y brillante de sus vecinos, defiende la vigencia contemporánea de la modernidad heroica de Hilberseimer, devolviendo a Berlín la lección alemana de rigor racional que los italianos de la Tendenza habían recibido de Mies y Tessenow.

En sintonía y contraste si

multáneo con la obra de Grassi, Hans Kollhoff y Helga Timmermann terminaron recientemente en el barrio berlinés de Charlottenburg una plaza de exigente regularidad, con cuya seca geometría monumental de pietra serena los arquitectos quieren evocar las piazzas sin vegetación de la Toscana, pero que en su desnuda solemnidad perspectiva y en su articulación compositiva de pórticos, pilastras, molduras, cornisas y balaustres recuerda también de forma inevitable el clasicismo imperativo del nacional-socialismo. Kollhoff, que ha construido en la Potsdamerplatz un rascacielos historicista de austera gravedad -y que ganó el concurso de la Alexanderplatz con un manojo de réplicas del Rockefeller Center-, conforma la Walter Benjamin Platz con dos sobrios bloques de viviendas y oficinas cuya gélida precisión y rítmica regularidad se antojan una forma paradójica de rendir homenaje al filósofo fragmentado y aforístico del Passagen-Werk (por no mencionar la ironía de dedicar esta arquitectura autoritaria a un judío perseguido que se suicidó en Port Bou).

Como el autor de los edificios federales, Axel Schultes, o el Sawade que trabaja con Grassi en Potsdamerplatz, Kollhoff es discípulo de Oswald Mathias Ungers, el maestro racionalista de esta generación de alemanes septentrionales, un arquitecto más afortunado en sus proyectos propositivos que en sus obras esquemáticas, pero que tiene el mérito de haber mantenido encendida la llama del rigor formal de la tradición prusiana. Ese fuego que en su día abrasó a Grassi alimenta aún los incendios del eje romano-germánico que lleva de Milán a Berlín con escala en Zúrich; pero esa misma monotonía virtuosa se extravía hoy en los laberintos inánimes de Alemania. El canciller Schröder, reflotado por las inundaciones, se enfrenta mañana al populismo bávaro de Stoiber con seducción mediática y pacifismo retórico, trazando para su país un camino divergente al del imperio: una decisión tan audaz como inconsistente, y que merecería comentarse si poseyera alguna verosimilitud. Al cabo, resulta que Alemania no sabe bien lo que le pasa, y eso es también lo que nos pasa.

La última obra terminada en el sector de la Potsdamerplatz de Berlín es un conjunto de bloques de oficinas diseñado por Giorgio Grassi
La última obra terminada en el sector de la Potsdamerplatz de Berlín es un conjunto de bloques de oficinas diseñado por Giorgio GrassiIVAN NEMEC

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