Todo no vale
El presidente del Parlamento vasco explica la decisión de la Mesa de la Cámara de no disolver el grupo de Batasuna, como le había ordenado el juez Baltasar Garzón. Atutxa califica de insólita la pretensión del magistrado de imponer a un órgano legislativo la modificación en un sentido determinado del reglamento, que es una norma legal
El lenguaje jurídico es complejo y de difícil comprensión para quienes no somos expertos en Derecho. Los hechos a que da lugar, sin embargo, suelen ser mucho más comprensibles. A la luz de los hechos, el segundo de los autos del juez Baltasar Garzón, en torno a la disolución del grupo parlamentario Araba Bizkaia eta Gipuzkoako Sozialista Abertzaleak, es el disparate más formidable desarrollado en el Estado español, desde que se aprobó la Constitución, contra uno de los principios básicos del sistema: la división de poderes.
En los sistemas democráticos los Gobiernos, bajo el imperio de la ley, ejercen las tareas ejecutivas. El Parlamento, el poder legislativo, hace las leyes. Los jueces las aplican. Lo que resulta verdaderamente insólito es que un juez pretenda obligar al Parlamento a cambiar leyes. Y eso es, exactamente, a lo que conduce la resolución que, en su segundo auto, plantea Baltasar Garzón.
Resulta insólito que un juez pretenda obligar al Parlamento a cambiar leyes
Nadie en su sano juicio puede imaginar que un juez se arrogue la iniciativa legislativa
Por sostener una obviedad institucional, soy poco menos que un colaborador de ETA
En efecto. La pretensión de Garzón no se ajusta a derecho porque vulnera numerosos preceptos legales y desconoce principios básicos de la doctrina jurisprudencial sobre el régimen legal de los parlamentarios y los grupos que forman, revelando una osadía procesal temeraria. Pero lo más grave es que lo que pretende sólo puede cumplirse, como dice bien el informe de nuestros servicios jurídicos, obligando al legislativo a cambiar su Reglamento, una norma con rango de ley.
Tal procedimiento para alcanzar la 'eficacia' pretendida obliga no sólo a admitir que un juez dispone de iniciativa legislativa, sino también a determinar el sentido del voto de todos los parlamentarios para garantizar el resultado que el juez pretende.
No hace falta ser un experto en Derecho para comprender lo que esto significa. Admitir este precedente es imposible. Un ejemplo ajeno al ámbito parlamentario ilustra la gravedad de lo ocurrido. Imaginen que un juez instruye una causa relacionada con la violencia doméstica y considera razonable hacer carteles con la foto y el nombre del agresor y pegarlos por la calle. Para ello dicta un auto que, además de afectar al procesado, obliga a terceros que ni siquiera pueden recurrir. Para resolver los problemas de legalidad que tiene la medida, manda además otro auto al Parlamento para que incluya en la ley una previsión que legalice el mandato. En cualquier Cámara legislativa, además de dar por no recibido el auto, las carcajadas quedarían para la historia, porque, en ese régimen, las elecciones serían superfluas. Ya dirían los jueces qué, cómo y cuándo legislar.
En nuestro caso, eso es exactamente lo que ha ocurrido. El informe jurídico elaborado por los servicios del Parlamento vasco sostiene que el juez no cumple la ley cuando propone medidas no recogidas en el ordenamiento y contradictorias con la legalidad, incluso la derivada de la reciente y mal llamada 'ley de partidos', y opuestas a toda la doctrina científica y la jurisprudencia constitucional existente sobre el régimen jurídico de los parlamentarios.
Esto podría repararse con un recurso si el Parlamento pudiese interponerlo, pero el procedimiento utilizado es tan atípico que siquiera tenemos esa posibilidad. En primer lugar, porque no somos parte en el proceso. En segundo término, porque una intromisión como la ocurrida es tan insólita que el legislador no la ha previsto. La ley no prevé un conflicto de jurisdicción entre el Parlamento y el poder judicial porque nadie en su sano juicio puede imaginar que un juez se arrogue la iniciativa legislativa.
Este asunto es relevante porque la garantía que contrapesa el carácter obligatorio de las resoluciones de los jueces es la oportunidad que tienen los afectados para recurrir. Esa garantía queda aquí igualmente abolida. Por eso, el único camino para obtener esa revisión es la denuncia por usurpación de atribuciones, actuación que cubre los dos aspectos de la cuestión, el disparate dogmático y la ausencia de garantías para una de las partes afectadas.
Pero hay más. El informe de nuestros servicios jurídicos señala que las resoluciones de los jueces deben cumplirse, pero añade que el Reglamento del Parlamento, una ley, carece de los mecanismos necesarios para ejecutar la orden del juez. Por eso sostiene que el único modo de acatar esa resolución es introducir una modificación en el mismo.
Esa variación no puede realizarse de cualquier modo. Debe promoverse desde el propio Parlamento. Para que tenga la necesaria fuerza de ley, debe obtener más votos a favor que en contra en la Junta de Portavoces, en lo que es un ejercicio indiscutible de capacidad legislativa. Nadie puede sostener razonablemente que magistrado alguno, por muy superjuez que se sienta, pueda obligar a esto, y menos aún que determine el sentido del voto de ningún parlamentario. No defendemos, pues, a Batasuna, sino la misma sustancia del sistema: la autonomía de todos los parlamentarios y los derechos de todos los ciudadanos que votan para que se representen sus posiciones en la Cámara.
Esta realidad es particularmente visible si se analiza lo ocurrido en el Parlamento de Navarra, en donde se votó el acuerdo necesario para cambiar el reglamento en la Junta de Portavoces.
De aceptarse los criterios que se proyectan sobre nuestra decisión, ¿podría procesarse por desacato a los parlamentarios que votaron contra la modificación del reglamento? ¿Y si llegan a ser mayoría y no se aprueba la resolución que modificaba el Reglamento, cómo se hubiese efectuado la disolución? ¿Sería posible el procesamiento? ¿A qué efectos hubiese dado lugar una votación en sentido contrario? Por eso, vamos a remitir también este expediente a las facultades de derecho. Es, sin duda, novedad mundial.
Más penoso resulta aún comprobar que los análisis, pretendidamente sesudos, que se han realizado sobre nuestra decisión 'casualmente' obvian este disparate. Como muchas otras veces, la mala fe, la manipulación o el ruido 'político' quizá tapen el asunto. Hoy, como todos los días, he tenido que tomar algunas precauciones para que ETA no me asesine.
Mientras realizaba ejercicios de camuflaje realmente chuscos para poder llegar al trabajo, como todos los días, leía que, por sostener una obviedad institucional como la descrita, soy poco menos que un colaborador de ETA. En la radio, algunos defendían ardorosamente que es un principio aceptable que los parlamentarios estén obligados a hacer leyes cómo, cuándo y en el sentido en que pretenda Baltasar Garzón.
Como es habitual, la catarata de descalificaciones no se ha basado en lo que realmente ocurrió, sino en lo que se interpreta que ocurrió, aunque carezca de soporte alguno. Por eso, en muchos lugares 'entender', es decir, 'opinar', 'pensar que' el auto es nulo de pleno derecho, se tradujo por 'declarar', facultad que el Parlamento ni tiene ni ha ejercido ni ejercerá.
Eso se aprovechó para suponer que la Mesa incumplía el auto basándose en esa inexistente declaración. No se destacó, por cierto, que lo que la Mesa sí 'declara' es que opera como lo hace porque no hay herramientas jurídicas para ejecutar el auto y disolver el grupo, y que acuerda remitir su posición al juez con la intención de que, a falta de la vía del recurso, tenga oportunidad de analizarlo a la luz de estas 'pequeñas' consideraciones.
Una de las más lamentables experiencias, en mi etapa como consejero de Interior del Gobierno vasco, fue el episodio que concluyó con la fuga del asesino confeso y sonriente de los ertzainas Iñaki Mendiluce y José Luis González Villanueva. Un jurado popular absolvió a la persona que les quitó, bárbaramente, la vida.
Posteriormente, se anuló el veredicto y se preparó un nuevo juicio. Mientras se daban los pasos para tomar esta decisión, desde Interior tuvimos la certeza de que se iba a escapar. No hubo procedimiento legal alguno capaz de facultarnos para detenerle y evitar su fuga. Legalmente, era un ciudadano libre, inocente y poseedor de todos sus derechos civiles. Hoy, aún, no sabemos dónde está.
Para más inri, tras sufrir estas dos graves humillaciones tuvimos que aguantar editoriales insultantes en algunos periódicos, preguntas parlamentarias y algún otro estímulo semejante de algunos, siempre más teóricos y cínicos que prácticos defensores de la Constitución, las libertades, el Estado de derecho o la Ertzaintza.
Aunque las críticas eran previsibles, no se nos ocurrió mantener secuestrado en una cabaña a Mikel Otegi hasta que la ley nos permitiese detenerlo. Eso es ilegal y, de hacerlo, no sólo hubiésemos sido criticados por ello; hubiésemos cometido un delito.
Tampoco se nos ocurrió elaborar un decreto obligando al tribunal a condenar a Mikel Otegi. Hubiese sido tan ineficaz como pintoresco. Ahora parece que actitudes aún más exóticas deben ser aplaudidas. Deberíamos ser conscientes, de una vez, de que contra el terrorismo, contra el delito, no vale todo. Hay que cumplir la ley.
Juan María Atutxa es presidente del Parlamento vasco.
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