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Columna
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Ziggy

Se ha puesto de moda afirmar que el nuevo milenio tuvo comienzo hace exactamente un año y una semana, aunque desde mucho tiempo antes hubiera calendarios que quisieran adelantar esa fecha. Hasta tres décadas atrás puede remontarse el inicio del siglo XXI, con toda su carga de nuevos idearios, cambios y promesas; eso afirmaba en 1972 un jovencísimo David Bowie que, tal día como hoy, se disponía a emprender la primera gira estadounidense de su vida, después de arrasar en toda Europa con un disco que ya pertenece a la historia de la música pop. El año de The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars fue, según su autor, el que debía abrir las puertas de la nueva era; y esas puertas dejaban entrever tras de ellas una avalancha de ambigüedad sexual, oropeles, máscaras, esferas con espejuelos girando en las pistas de las discotecas y el suave acento melancólico de una docena de canciones que, de algún modo, hoy recuerdan a orquídeas o pedazos de papel de seda.

Aquel verano del 72, David Bowie no era más que un músico primerizo que luchaba por promocionar el tercer o cuarto disco de su carrera. Pero Ziggy Stardust, el extraterrestre que le había suplantado, se presentaba ante el público como una estrella en la cima de su carrera, hastiada de la fama y las muchedumbres. El disco no pertenecía a Bowie: aquel otro ser venido de las estrellas, con su pelambrera oxigenada y rostro de cadáver, se servía de él para relatar una extraña fábula de pasión y muerte en la que el éxito constituía sólo una antesala del suicidio final. Se trataba del eterno drama del precio de la gloria, del Orfeo consumido en el infierno de las drogas, el alcohol y la genialidad que ya habían protagonizado Elvis, Morrison, Joplin; pero ahora el decorado era galáctico y el actor principal una criatura andrógina que helaba la sangre de los padres de sus seguidores. Treinta años después del eclipsamiento de Ziggy pongo en mi equipo de música ese testamento sonoro, y también yo reconozco que pertenecemos a otra era, aunque seguramente no a la que él profetizaba; porque, como todo buen mesías, hoy Bowie habría sido crucificado por los productores de alguna Operación Triunfo.

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