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Columna
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Rascacielos

Rascacielos, rascaleches, que dijo el poeta en uno de esos raros momentos en los que su musa volaba a ras del suelo, lejos del Empíreo. Pese al mal precedente de la Torre de Babel, los humanos nunca cejaron en su intento de subir cada vez más alto con sus edificios, monolitos, pirámides, torreones, agujas, minaretes, frutos de la soberbia, recolectados del aquel árbol de la ciencia, del bien y del mal, que inoculó en los hombres el deseo de igualarse con sus dioses, vana y vanidosa pretensión que en vano trataban de justificar ante el Altísimo, al que no se le escapa nada, fingiendo que sus construcciones crecían como tributo y homenaje al Dios de las Alturas, al que pretendían acercarse.

Entre las múltiples reflexiones suscitadas por los terribles atentados del 11-S, ese 11-S que conmovió y removió los cimientos de la aldea global, ha reaparecido la controversia sobre la utilidad y seguridad de los rascacielos. Al margen del irracional y comprensible deseo de colonizar y urbanizar el firmamento, los rascacielos se cimentan en la codicia pura y dura de vender aire envasado, de multiplicar por cuarenta o por cien la edificabilidad y, por tanto, la rentabilidad de apetecibles solares urbanos. En la mayoría de los rascacielos, palabra que nació ya rancia y obsoleta, lo monumental y lo simbólico sirven a menudo de cobertura a lo puramente económico y el alarde arquitectónico disimula las rastreras intenciones de los promotores inmobiliarios.

A los dos primeros rascacielos, mini-rascacielos de Madrid, construidos en los años veinte del siglo pasado en los Cuatro Caminos, techo de la urbe, por la Compañía Metropolitana, les llamaron los madrileños, los Titanic, con malévola y caústica ironía, pues el malhadado transatlántico, otro prodigio de la técnica y del ingenio humanos había naufragado unos años antes, en 1912. La construcción de los ciclópeos edificios, proyecto incomprendido y vanguardista del arquitecto Casto Fernández Shaw, suscitó toda clase de chanzas y de críticas como las del cronista y escritor costumbrista, Pedro de Répide, en este caso más dirigidas a su ubicación que a sus hechuras. En su vasta e imprescindible obra Las calles de Madrid, Répide escribe: 'Grave error, a mi juicio, ya que lleva a la hacinación de viviendas donde debe procurarse la formación de casas independientes con jardín para que cada familia tenga la suya y aproveche mejor las ventajas naturales de aquellos parajes próximos al campo'.

El primer rascacielos fetén, el de la Telefónica, finalizado en 1929, contaba con 14 plantas y recibió mejores críticas, se ubicaba muy lejos del campo y no llevaba a la hacinación de viviendas porque se trataba de un edificio industrial que aunaba los símbolos del progreso telefónico y arquitectónico. La nueva Gran Vía era un magnífico escaparate para las novedades de todo tipo. En el primer tramo construido, de la confluencia de Alcalá a la Red de San Luis, la gran arteria madrileña estaba flanqueada por edificios rimbombantes y recargados que formaban lo que el escritor catalán Josep Pla llamaba en su dietario madrileño de 1921, 'una enorme confitería arquitectónica de estilo cataclismático'. Sobre el segundo tramo, en construcción en aquella fecha, el autor adelantaba que iba a ser 'de un estilo más esquemático, más sobrio, más sencillo, con una tendencia al gusto americano'.

De la Red de San Luis a la plaza de España fue creciendo un Manhattan algo escuchimizado, a la medida del país, rascacielos chatos y compactos que se bastaban y sobraban para despertar la admiración de los provincianos en sus visitas a la urbe, edificios notables y cosmopolitas como el Palacio de la Prensa, o el edificio Capitol, grandes hoteles y grandes bloques comerciales en los que no hubiera desmerecido la oficina de Philippe Marlowe o el despacho de Perry Mason.

En la desembocadura de la plaza de España se levantaron los primeros rascacielos homologables, el autárquico edificio España, rascacielos de estilo español, fechado en 1948, macizo y barroco, y la Torre de Madrid de 1957 que llegó a ser el edificio más alto de la ciudad y si hemos de creer a los entusiastas cronistas de entonces, el más alto de Europa, de una Europa que aún quedaba muy lejos.

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