Sabra y Chatila, la matanza que persigue a Sharon
Hoy hace 20 años que la milicia libanesa aliada de Israel entró en las barriadas de refugiados
Silencio. En esas callejuelas bulliciosas, repletas de niños correteando y de hombres ociosos apoyados en la pared, reinaba un silencio abrumador en aquella mañana del 18 de septiembre de 1982. Los periodistas que acudimos allí no comprendíamos dónde se habían podido meter las decenas de miles de habitantes de los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, en los suburbios meridionales de Beirut.
Bastaron unos pasos para comprenderlo. Varias mujeres abrazadas a sus hijos yacían muertas en el primer recodo de la calle. Algunas de ellas carecían de faldas porque, probablemente, habrían sido violadas antes de ser asesinadas. Un recién nacido había sido degollado. A pocos metros, los cadáveres de dos chavales de menos de 10 años, uno encima del otro, fueron aparentemente alcanzados por los disparos cuando intentaban huir. En sus rostros era aún visible su expresión de horror en los momentos que precedieron a la muerte.
Unas cuantas mujeres abrazadas a sus hijos yacían muertas en un recodo de la callejuela
A cada paso se descubrían nuevos horrores. Frente a una tapia una docena de hombres, algunos con las manos atadas, habían sido fusilados junto con algunos animales -burros, gallinas y cabras- que debían ser de su propiedad. Otros dos jóvenes daban la impresión de haber sido torturados, con algunas extremidades arrancadas, antes de morir de un disparo en la nuca. Sólo uno de los mozos muertos llevaba un arma.
Muchas de las humildes casas de Chatila habían sido derribadas por excavadoras. En al menos una de ellas sus moradores estaban sepultados bajo los escombros. Del amasijo de piedras en el que había sido convertida su vivienda salían algunos miembros -la pierna de una mujer, el brazo de un anciano- ya hinchados y amoratados tras permanecer expuestos horas al sol de justicia del húmedo verano beirutí.
Los cuerpos sin vida habían empezado a descomponerse. El hedor hacía aún más insoportable el espectáculo de la matanza. A Ettore Mo, corresponsal del diario milanés Corriere della Sera, se le saltaron las lágrimas ante tanto horror. Otros colegas de la prensa tuvieron arcadas y vomitaron.
Llevaban ya contados 63 cadáveres en el acceso sur del campamento de Chatila y se disponían a ir a Sabra, cuando irrumpió nervioso el taxista libanés que a la entrada del campamento esperaba a los periodistas. '¡Hay que irse!', repetía asustado. 'Pueden volver en cualquier momento', insistía aludiendo a los asesinos.
Allí donde tenía aparcado el vehículo apareció el único habitante de los campamentos. Karima Yassir, era una mujer palestina, presa de un ataque de nervios y que no paraba de gritar '¡Sáquenme de aquí! ¡Llévenme a cualquier sitio donde no nos maten!'. Entre sollozos Karima acabó contando que había perdido a su marido, de 37 años, y a sus cuatro hijos, de 4, 9, 12 y 13 años.
Aún sin saberlo, los periodistas acababan de descubrir la mayor matanza de la historia de Líbano, un país con una historia ya de por sí ensangrentada. Había ahora que dar a conocer la estremecedora noticia. En aquellos días de finales del verano de 1982, en los que por primera vez el Ejército israelí había conquistado una capital árabe tras asediarla, Líbano era un país aislado en el que no funcionaban teléfonos ni télex. Sólo a través del centro de prensa del Ejército israelí (Tshal), en Baaba, en las afueras de Beirut, se podía contactar con el exterior. Para llegar hasta allí había que franquear numerosos controles armados en la carretera.
Allí se amontonó la prensa para dictar en voz alta, sin ser sometida a censura, crónicas en las que recalcaba que la matanza se había desarrollado 'bajo la mirada impasible' del Ejército israelí. Cuando acabó de transmitir, un soldado, judío uruguayo, se acercó a este corresponsal con rostro preocupado. 'Perdone, le escuché', le dijo. '¿Está usted seguro?'. 'No, no puede ser cierto'.
Lo era y en proporciones aún mayores. El 19 de septiembre, algunos de los habitantes de Sabra y Chatila que huyeron a tiempo se atrevieron a regresar en busca de familiares. Narraron sus tremendas vivencias y sirvieron de guías, a través del laberinto de los campamentos, a organizaciones humanitarias, periodistas y servicios de protección civil de Líbano que enterraron los cadáveres en fosas comunes.
Entre las seis de la tarde del 16 de septiembre y las ocho de la mañana del 18, las Fuerzas Libanesas, una milicia cristiana libanesa aliada de Israel, dio muerte en los dos grandes campamentos, a entre 700 y 800 palestinos, según Tshal; unos 3.500, según la Organización para la Liberación de Palestina; algo más de mil, según la Cruz Roja libanesa que basó su estimación en los cadáveres recogidos y que no tuvo en cuenta a los desaparecidos ni a aquellos pocos muertos a los que sus familiares dieron sepultura.
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