Después del 11 de septiembre
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Hoy sabemos que lo que pasó por la mente de unos y de otros cuando vieron derrumbarse las dos torres del World Trade Center no fue lo mismo. Los occidentales, latinoamericanos y musulmanes árabes no tienen, y es un eufemismo, sentimientos idénticos. Sin embargo, un año después, pese o debido al distanciamiento, no se puede comprender el carácter específico y de ruptura que suponen los acontecimientos del 11 de septiembre si se olvida que la intensidad inicial del estupor fue unificadora. Durante unos instantes se produjo una comunión planetaria. Lo imprevisto resultó demasiado abrumador; lo inesperado, demasiado agresivo; el fenómeno, demasiado fascinante como para que los telespectadores, sin saberlo ni quererlo, no se fusionaran en una misma reacción.
Un año después no se puede comprender el carácter específico y de ruptura que suponen aquellos acontecimientos, si se olvida que la intensidad inicial del estupor fue unificadora
Las sociedades en el poder temen ser desestabilizadas por una agitación populista fomentada por unos religiosos que desean la muerte más que la victoria. Y que disponen del tiempo, el espacio y el número
¿Cómo confiar en quienes, tras haberse equivocado tanto ayer, pretenden hoy dirigir en solitario todas las estrategias? Sobre todo cuando la cruzada contra el terrorismo apunta a un enemigo tan incierto
Podríamos decir, como Salman Rushdie, que ninguno de los sombríos movimientos del Gulliver atado debe hacernos olvidar la capacidad nociva de los liliputienses fanatizados
Espectáculo de ciencia-ficción y de supuesto catastrófico que se vuelve turbador por su evidencia como la obra de un arquitecto superdotado de la tabla rasa y de la proyección hacia la nada. Y, por añadidura y para ejecutar sus designios, con unos kamikazes más fanáticos que los jóvenes japoneses que arrojaban sus aviones sobre los destructores estadounidenses en el Pacífico.
En unos pocos segundos perdimos el equilibrio. El ensayista y psicoanalista, J. B. Pantalis, escribe que las dos torres eran, en su imperturbable verticalidad, como una columna vertebral en estado de implosión. A veces, el hundimiento, añade, es peor que la muerte. Enseguida tuvimos la revelación de que algo fundamental había sido golpeado, fuera y dentro de nosotros. Pero ¿qué? En ese momento, fue como una perturbación de la identidad, una turbulencia del final de los tiempos. Fue luego, mucho después, cuando empezamos a separarnos los unos de los otros, según la historia y la geografía. Sin embargo, nosotros, europeos y occidentales, ¿fuimos los únicos en considerar que en Manhattan una parte de nosotros fue atacada? En todo caso, cuando uno de nosotros escribió: 'Todos somos estadounidenses', quiso únicamente decir que en la Tierra sólo había hombres y que los estadounidenses eran idénticos a nosotros.
A Jean-Marie Colombani [director de Le Monde] se le reprochó mucho por ello (¡pero posteriormente!). ¿Cómo se podía profanar de este modo la herencia de Hubert Beuve-Méry, el padre fundador neutralista y antiatlantista de Le Monde? ¿Todos estadounidenses? Sin embargo, lo fuimos todos durante unas horas, a pesar nuestro, por solidaridad instintiva con la vida, por intuición de lo fundamental.
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Sobre todo porque el espectáculo ofrecido por el nuevo Estados Unidos no es el de una nación blanca de origen europeo que oprime a los negros. Es un subcontinente multirracial, multiétnico y multiconfesional. Los latinoamericanos imponen en él una segunda lengua, los asiáticos dominan la destreza técnica (know-how) y la burguesía negra obtiene, gracias a la discriminative action , una promoción en otros ámbitos distintos del jazz, los deportes o el cine. Una nación capitalista, pero increíblemente religiosa. Una sociedad con un carácter competitivo implacable, pero más hospitalaria que ninguna otra del mundo. Entre los blancos que conservan el recuerdo de sus raíces europeas, en Nueva York, Chicago, en las grandes universidades o en las industrias dominantes, los judíos, los italianos y los irlandeses conservan una parte de su antiguo poder. Más que nunca comunizados, hasta el punto de que hace tan sólo 10 años, un sociólogo estadounidense, Arthur Schlesinger, se preguntaba en un breve ensayo si 'los estadounidenses desean realmente vivir juntos'. Sin embargo, son estos mismos estadounidenses, tan diferentes por sus recuerdos y proyectos, por el nivel de vida y las aptitudes para disfrutar del american way of life , y distantes del poder hasta el punto de abstenerse en las elecciones, quienes el 11-S mostraron, enarbolaron y ofrecieron el espectáculo más imponente de las cualidades del civismo, de la solidaridad y de la fraternal unidad que habitualmente son propias de las viejas naciones. E incluso de las patrias en peligro.
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En Europa, antes del 11-S, los debates predominantes trataban de la globalización, es decir, el modo mediante el cual al parecer los estadounidenses pretenden dominar en su beneficio los intercambios planetarios favorecidos por la desaparición de las fronteras. Por ello, la polémica sobre el antiamericanismo resurge con regularidad. Los más moderados plantean el interrogante de saber hasta cuándo puede EE UU justificar los ucases y las imposiciones como superpotencia mediante el recuerdo de que salvaron a Europa en tres ocasiones: de los horrores del nazismo, de las amenazas soviéticas y, gracias al plan Marshall, del caos provocado por las destrucciones bélicas. En realidad, los Gobiernos europeos aceptan más o menos la hegemonía estadounidense diciéndose que no tienen elección y que, por otro lado, la connivencia occidental con EE UU no vuelve deshonrosa esta dependencia. '¡Antes la OTAN que la ONU!': éste es el grito de adhesión de los países del Este liberados del comunismo. Pero los más reacios, en especial Francia, se oponen al mismo tiempo a la resignación a la dependencia y al derecho al liderazgo absoluto de EE UU. Por último, otros, retomando los viejos sentimientos antiestadounidenses de los progresistas del mundo árabe y de Latinoamérica, retoman el camino de un tercermundismo neoguevarista.
Por tanto, la implosión de las dos torres bombardeadas del World Trade Center interrumpe la hostilidad e incluso la distancia en relación con EE UU. De pronto, caemos en la cuenta de que con esta agresiva gesta de un islamismo antioccidental podríamos estar ante el célebre choque de civilizaciones, fuera cual fuera el desprecio mostrado por los grandes intelectuales europeos hacia Samuel Huntington. Empezamos a preguntarnos: ¿nos encontramos ante una formidable reacción contra la hegemonía estadounidense? ¿Ante un conflicto entre civilizaciones? ¿O ante una forma espectacular y ultramoderna de la eterna lucha de clases?
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¿Choque de civilizaciones? La larga guerra de ocho años (1980-1988) entre los musulmanes de Irak y los de Irán (550.000 muertos), la guerra civil argelina (100.000 muertos y 300.000 heridos), los conflictos de Líbano, Nigeria, Indonesia, Ruanda, entre otros, mostraban que la era de los conflictos de proximidad y de soberanía no había terminado y que las guerras civiles y nacionalistas -en las que los enemigos eran bendecidos por sacerdotes de una misma religión- tenían todavía mucho futuro. Sin embargo, algunos miedos estaban claros antes del 11-S. En efecto, se sucedieron la llegada de Jomeini, los conflictos de Líbano, el terrorismo en Francia, la guerra del Golfo y la ocupación de los lugares santos de Arabia Saudí por los estadounidenses. Ya entonces se podía temer que se formasen un movimiento y unas redes, una tendencia y unos puntos de enlace que se organizarían alrededor de algunos ejes (antiimperialista, antiestadounidense y antiisraelí), pudiendo desembocar por encadenamiento y engranaje en una conspiración antioccidental.
En lo que respecta a Francia, conoció el terrorismo contra sus tropas en Líbano, contra sus civiles en las calles de París, contra sus religiosos en la matanza de sacerdotes por unos fanáticos en Argelia (los monjes de Tiberhine). Nosotros ya sabíamos lo que era eso. Más recientemente (el 12 de marzo de 2001), un acontecimiento provocó un impacto en la opinión occidental: la destrucción por los talibanes afganos de los budas de Bamiyán. De inmediato, los discípulos asiáticos del profeta Mahoma fueron acusados de planificar, a la espera de algo mejor, una guerra santa contra los símbolos del budismo, una religión simplemente diferente a la suya. ¿Cómo se podía faltar al respeto hasta ese punto al patrimonio estético de la humanidad? ¡Tener un sentido tan selectivo y tan sectario de lo sagrado! Esta religión, sin duda iconoclasta, ignoraba a todas luces la universalidad de los valores. El llamado islam radical señalaba a unos monumentos en piedra, ídolos dedicados a otros dioses, como ofensas hechas a un dios único. Se hubiese podido prever entonces que los símbolos de los infieles occidentales serían tan buscados como habían sido encontrados los símbolos de los politeístas asiáticos. Y que no se podía encontrar nada mejor que las dos torres del World Trade Center. Se hubiese podido...
Pero esta cuestión de los talibanes destructores de estatuas hizo que nos interrogáramos sobre las responsabilidades de las grandes potencias que se habían hecho la guerra constantemente a través de pequeñas naciones interpuestas. Mercenarios de la URSS contra mercenarios de EE UU. Para los rusos, en Afganistán se trató de una guerra puramente colonial: los soviéticos pretendían apropiarse de todas las posiciones antaño conquistadas por el Imperio Británico. En su nueva colonia afgana contaban con importantes apoyos. Un gran número de mercenarios, pero también los harkis de tribus hostiles entre sí y los comunistas convencidos que, en cierto modo, habían emancipado a las mujeres e introducido programas liberales en las minorías. Pero los rusos no estaban en su casa y los afganos mayoritarios sólo tenían un objetivo común que logró interrumpir sus batallas intestinas: expulsar al extranjero fuera del territorio. Y lo hicieron.
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Estados Unidos puso al servicio de los futuros talibanes sus armas, sus fondos, sus servicios secretos y los más hábiles de sus aliados saudíes. Se sabe que entre ellos figuraba un millonario, precisamente aquel que había de convertirse en el arcángel de la guerra santa y de la muerte. 'Nuestros hijos aman la muerte como vosotros amáis la vida', dijo Bin Laden, mientras que con la voz de un monje franciscano y la mirada de una estatua greco-budista aplaudía augustamente la gesta de sus discípulos en Manhattan y en Washington. Triunfo con calma. Ya no hay budas en Bamiyán que puedan despreciar con su gigantismo al dios único. En Nueva York ya no hay torres faraónicas a la gloria de los vellocinos de oro del Imperio del Mal y de los fieles del Gran Satán. De pronto, sólo existe la dulzura iluminada del rostro de Bin Laden para recordar esta misión de muerte ejecutada como una venganza con tintes de salvación.
Así pues, en Occidente se llega pronto a la concepción según la cual los enemigos son sobre todo unos musulmanes que quieren oponerse con violencia a EE UU agrediendo a sus ciudadanos -civiles o militares-, a sus instituciones y a sus bienes. En ese momento, la cruzada se vuelve ante todo anglosajona (por solidaridad automática del Reino Unido y Canadá) y judeocristiana, debido a la intimidad espiritual y militar de EE UU con Israel. Es el gran punto de inflexión. Se supone que la cruzada está dirigida a arrancar de cuajo a los terroristas del mundo anglosajón y judeocristiano. Pero ¿quién en el pasado no ha sido más o menos terrorista? Y si los miembros de la resistencia pudieron ser terroristas, ¿cómo decidir que algunos terroristas no son miembros de la resistencia?
Esta dificultad conceptual será en algún momento sorteada por el hecho de que algunos Gobiernos árabes, musulmanes y antiestadounidenses también están amenazados por un terror organizado en nombre del llamado islam radical. El éxito de Bush se ve concretado por una fotografía en la que están reunidos el primer ministro chino, el presidente ruso y el presidente estadounidense. Todos tienen rebeldes a los que someter: están de acuerdo sobre el modo de hacerlo otorgándole el mismo nombre: terrorista. Sea en Chechenia o en Argelia, en Egipto o en Túnez, en Indonesia o en Sudán, en Perú o en Nigeria, las sociedades en el poder temen ser desestabilizadas por una agitación populista fomentada por unos religiosos que desean la muerte más que la victoria. Y que disponen por este motivo del tiempo, del espacio y del número.
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A partir de ese momento intervienen la americanización de la emoción y la apropiación por EE UU de todos los símbolos y combates considerados occidentales. La bandera de las estrellas recubre entonces con un manto patriotero todas las veleidades exteriores de identificación. Cuando George W. Bush hace un llamamiento al mundo en pro de una cruzada contra el terrorismo, se le escucha. Pero cuando se descubre que los únicos cruzados son los estadounidenses, entonces el distanciamiento aumenta. En cuanto comienzan los bombardeos aéreos sobre Afganistán, se acumulan las revelaciones sobre el modo en que el Pentágono y la CIA ayudaron en el pasado a los islamistas de Teherán, de Damasco, de Argel, de Islamabad y de Kabul. ¿Cómo, en estas condiciones, confiar en quienes, tras haberse equivocado tanto ayer, pretenden hoy dirigir en solitario todas las estrategias? Sobre todo cuando la cruzada contra el terrorismo apunta -lo acabamos de ver- a un enemigo cada vez más incierto.
¿Qué significado tiene para Putin el calificativo de terrorista utilizado para los chechenos? ¿Qué significado tiene con los palestinos moderados? ¿Cuándo se aterroriza? ¿Y cuándo se resiste? Cuando Bush llama a las fuerzas iraquíes de oposición y a los kurdos a la resistencia contra Sadam Husein, ¿a qué combate les incita realmente? Y además, está ese Sharon del que Colin Powell afirma que 'lo complica todo y gravemente porque llama terrorista al presidente electo y reconocido de la Autoridad Palestina'. ¿Por qué Sharon sólo habla de Arafat y no de Hamás? ¿Y no de la Yihad Islámica? Agredidos por los atentados suicidas, los israelíes, por la desmesura de sus respuestas, empiezan a desacreditar la cruzada realizada por Bush contra el Mal y en el nombre del dios judeocristiano. En opinión de los estadounidenses, los atentados suicidas son iguales en todas partes e Israel ha pasado a ser un elemento de su alma y de su geopolítica.
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En esta etapa de reflexión se plantean, tanto en Nueva York como en París, dos o tres interrogantes fundamentales. Primero, volvamos a examinar la reacción de solidaridad. ¿Estamos realmente todos por igual en el punto de mira como partidarios de un Estado de derecho, de valores universales y asimismo como occidentales? ¿O se trata de un conflicto que opone fundamentalmente a los damnificados del planeta (antiglobalizadores) contra los más arrogantes símbolos de la desigualdad, del dominio y de la injusticia? ¿Debemos pasar del concepto de una guerra contra el terror islamista a aquel, discernido por el filósofo Gilles Deleuze, de una síntesis disyuntiva de dos nihilismos? Dado que el crimen de masas es el reverso exacto de la brutalidad imperial, los actores pertenecerían al mismo mundo del dinero y del poder: los unos desearían sólo el poder de los otros. Terror popular (islamista) y terror de Estado (Estados Unidos): ¿tanto monta, monta tanto? ¡No! Sencillamente, la hegemonía absoluta suscita la contestación absoluta.
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El presidente Bush se ha dedicado tanto a apropiarse de la cruzada mostrando al mismo tiempo que nos afectaba a todos pero que él tenía que ser el único jefe, como a aceptar compartir con sus aliados anglosajones, rusos, árabes y europeos (en este orden) una estrategia planetaria en la que cada cual tendría un papel. Por otro lado, parece haber comprendido que convenía (en teoría) eliminar del conflicto todas las dimensiones del choque entre civilizaciones. Su presencia en la Gran Mezquita de Washington en la tercera semana de septiembre, su discurso en El Cairo e incluso la última parte de su mensaje del 21 de junio indicaban que realmente deseaba hacer creer que hay que proteger al islam del islamismo y no oponer a Occidente y al islam. Pero desde entonces, con la proximidad de las elecciones, el papel acordado a los grupos de presión combinados de los judíos estadounidenses y de la coalición cristiana, el engranaje de las lógicas antiterroristas, etcétera, prosigue el plan, cínico y devastador, de integrar a Sharon entre los cruzados, de desterrar a Arafat y precipitar los preparativos para una nueva intervención en Irak. Hemos visto la importancia de la definición del terrorista y del miembro de la resistencia. Y lo que es al menos tan importante es la calidad y la legitimidad de los miembros de la cruzada. Si únicamente figuran como mascarones de proa de los ejércitos del Bien los chinos opresores de los tibetanos, los rusos que masacran a los chechenos y los partidarios de la estrategia de Ariel Sharon, entonces la cruzada se convierte en la de los déspotas contra los pueblos.
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Pero para sofisticar esta inflexión, algunos han recurrido a Melville y a su [personaje de ficción] Billy Budd. Desde la ópera de Britten, conocemos todavía mejor la historia de este marinero de gran belleza al que su capitán intenta destruir porque está enamorado de él. Culpabilizado por su propio deseo, el capitán acusa a su subalterno, Billy Budd, de todas las fechorías. Petrificado por la enormidad de tales calumnias, Billy Budd calla durante mucho tiempo antes de matar a su acusador y morir colgado de la verga de un mástil. Sabemos que este cuento apologético -porque ésa era la intención novelesca de Melville- ha dado pie a todo tipo de interpretaciones metafísicas y religiosas. Pero nuestros modernos ensayistas quieren ver en Billy Budd una mezcla de Calibán, Ariel y Sansón. El justiciero con rostro de ángel tiene una inocencia preadánica, nació antes que Adán, antes del pecado, y es el crimen de su verdugo el que saca de él esta fuerza de víctima desconocida.
Mediante esta digresión, volvemos al antagonismo amo-siervo y a la lucha de clases bajo unos ropajes nuevos y poéticos. ¡Bin Laden en Billy Budd resulta bastante atrevido! ¿Hay que tener audacia para sostener que es la reencarnación de una larga serie de rebeldes nacidos entre las filas de los oprimidos? ¿Bajo el pretexto de que su rostro sería el de un apóstol?
Hemos visto que antes de las arrogancias confiscadoras y americano-centristas de Bush, el terror formó parte de los catalizadores naturales y, por tanto, unificadores. Para acabar con el mito del monstruo indomable, habría sido necesario detener a Bin Laden, pulverizar su satanismo teñido de absurdo. Por el contrario, Bin Laden, en su misterio viviente, se engrandece con la imagen de un justiciero tan indestructible como un Demonio, como un Destino. Estamos condenados -Estados Unidos lo está- a perseguir sin cesar al monstruo como otros a la ballena blanca. ¡Bin Laden no era Billy Budd! Más bien una especie de ballena blanca, como Moby Dick, la que perseguía el capitán Ahab.
10 Pero no hay que magnificar, aunque sea desde el punto de vista simbólico, la encarnación islamista y terrorista de la ballena blanca. Adoptar la idea del enemigo e interiorizar sus argumentos es alienarse. Convertir la caída de las dos torres en la desaparición de Sodoma y Gomorra es olvidar que los agentes islamistas siguen una dinámica positiva. No se limitan a reaccionar. Tienen una ideología y, por tanto, una identidad distinta a la de simples brazos armados del Tercer Mundo pobre y humillado. Están dispuestos a volver para reinar sobre los escombros de nuestras pretensiones, de nuestras utopías y de nuestros fracasos. Tal vez incluso podríamos decir, como Salman Rushdie, que ninguno de los sombríos movimientos del Gulliver atado debe hacernos olvidar la capacidad nociva de los liliputienses fanatizados.
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